Y Utopía fue el veterinario, el hombre feroz, la vieja en silla de ruedas cercada por sueños, y los personajes de los sueños incompatibles se fueron masacrando uno tras otro, hasta dejar un stock de pesadillas vacía. Y Utopía fue un reflejo opaco en el interior de un vegetal. Vitrinas, maniquís desnudos, ebrios tirándoles besos a las nubes. Un laberinto de escaleras eléctricas por donde vagaban unos niños extraviados que tenían e corazón maravilloso hasta la náusea. ¿De todo eso que vi realmente? ¿Con qué ojos tremendos contemplé el olor puro de aquella muchacha sencillamente parada en la entrada de un circo? Sólo recuerdo haber estado demasiado tiempo en un cuarto blanco leyendo novelas policiales; casi toda mi vida mientras tú me mirabas desde una ventana redonda, como de baño público, y los adolescentes se reían como si acabaran de salir del desierto con los bolsillos llenos de dinero gratis. Dinero gratis, dinero gratis, amor gratis, un resplandor inconcebible en la mejilla. Soñadores transformándose a sí mismos pero incapaces de convencer a una muchacha de que la aman. Nubes gratis y vacías, restaurantes gratis y vacíos, automóviles fríos rumbo a las playas doradas del Pacífico, visiones de Michelangelo para todos, ojos que se cierran con la velocidad de la luz, y su armonía, estrépito de cisnes, estrépito de humedad. Comida gratis, bebida gratis, lluvias divertidas e interminables como las novelas de Victor Hugo. Hospitales gratis, desiertos gratis, animales gratis, deseos de caminar sobre las manos, de ponerse una corona de espinas eléctrica y luminosa. Blue-jeans rayoneados de ternura, escenas de teatro en la orilla del mar prolongadas hasta el infinito, tres años de asco y amor, tres años de enfermedades infantiles enmierdadas con precisión, y los duros arbolitos, pero los duros arbolitos, mientras los duros arbolitos como lanzas florecían. Y gemí, y dije ya no sé qué decir, la oficina está vacía, los submarinos explotan como fetos en las fosas del Atlántico, alguien me acaricia el pelo y dice que ya está igual de largo que el suyo, y yo tuerzo el cuello como un solitario cigarrillo aplastado en la noche enorme y la miro, esperando volver a sentir en los párpados la tibia obsidiana de los sueños, cuando en las mañanas nos abrazábamos sin querer despertar, perdidos en las llanuras de escamas, mientras cae nieve y el frío sonríe desde un cenicero absolutamente limpio, y no queremos despertar, y no sabemos qué decir: los labios partidos, la cara blanca del invierno manchada de lipstick. La velocidad se detiene, mira hacia todas partes, enloquece a las fechas. Un anarquistoide muerto bajo las ramas plateadas de un sauce. Encima de él la primavera violeta. Fuera de ese cuadro una muchacha sueña renacimientos atroces. Y está bien, está bien, ya púdose prender la chimenea y cerrar puertas y ventanas. Ningún brillo va reemplazar nada. No habrán formas de arder que completen esta nube cargada de lluvia No habrá viento contra este resplandor acuático. Ni callejones violetas ni suaves caderas antiguas. Ese jaleo al subir las mil escaleras del ojo abierto: automóviles llenos de Sol estacionados en todas las esquinas de tus venas. Una sonrisa sin contexto, una mano crispda fuera de la foto. |
Ecce Homo
martes, 2 de julio de 2013
"Un resplandor en la mejilla" de Roberto Bolaño.
"La chica que cayó en la piscina aquella noche" por Rodrigo Fresán.
¿En qué parte de la montaña te conocí?
Claro, siempre existe otra posibilidad: hacer volar la montaña por los aires y mandar todo a la reverendísima mierda."
martes, 24 de enero de 2012
El Ingenuo, Borges
Cada aurora (nos dicen) maquina maravillas
capaces de torcer la más terca fortuna;
hay pisadas humanas que han medido la luna
y el insomnio devasta los años y las millas.
En el azul acechan públicas pesadillas
que entenebran el día. No hay en el orbe una
cosa que no sea otra, o contraria, o ninguna.
A mí sólo me inquietan las sorpresas sencillas.
Me asombra que una llave pueda abrir una puerta,
me asombra que mi mano sea una cosa cierta,
me asombra que del griego la eleática saeta
instantánea no alcance la inalcanzable meta,
me asombra que la espada cruel pueda ser hermosa,
y que la rosa tenga el olor de la rosa.
Jorge Luis Borges.
lunes, 23 de enero de 2012
Murakami, el fin del mundo y...
La enorme fama y publicidad que tiene actualmente Haruki Murakami me provocó una enorme curiosidad por leerlo; era demasiado, demasiado escuchar de él, demasiadas recomendaciones, demasiadas personas con sus libritos negros de Tusquets en los aeropuertos.
Me animé a leer algo de este novedoso "autor de culto" para darme una leve idea de qué estaba pasando; entonces, un dia vagando por Gandhi me topé su "El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas", estaba en oferta.
Yo estaba en exámenes finales.
Me gustaron los colores de la portada.
Lo compré.
Son 2 historias aparentemente "paralelas", una se desarrolla en un mundo fantástico, con un fuerte sabor a la película "La aldea" y la otra en un Tokyo futurista (el libro es de 1985) y al final una resulta ser anterior.
El tiempo es totalmente lineal si se toman por separado las historias, pero al final hay una pequeña "sorpresa" (era tan previsible...) ;el estilo es el de un thriller de aeropuerto, del tipo de Dan Brown y el lenguaje sabe a superación personal (ya sé que es una traducción del japonés, idioma que ignoro).
Los temas centrales son el inconsciente, los sueños, el control de la mente...
La película "El origen" lo hace mejor.
Los personajes no apasionan, ninguno es interesante, ninguno convence (el genio informático, el eminente profesor), las misteriosas corporaciones no ofrecen mucho...
En fin, un libro bastante "ekis", no lo recomiendo a menos que no tengan absolutamente nada más que hacer ni nada mejor que leer; leerlo me dio una idea bastante buena de porqué tanta gente lo lee.
No creo leer más de Murakami.
jueves, 24 de noviembre de 2011
Para terminar con... (Pascal Bruckner)
Para terminar con...
El pene: en el año 1998, Daniel Cohn-Bendit publicó un panfleto contra la supremacía del siempre demasiado agresivo pene, en el que llamaba a sus congéneres a abandonar la penetración y preferir caricias, cosquillas y chupeteos. La irrupción del Viagra enfureció a este militante de la detumescencia.
La manera masculina de orinar de pie: algunas feministas alemanas colocan pegatinas en los WC para obligar a los hombres a orinar sentados y acabar con la arrogancia fálica.
La fórmula "te quiero": "te quiero=te tengo, me perteneces, eres mía", fórmula del "control amoroso generalizado" que reproduce la familia burguesa tradicional.
Otra vez la fórmula "te quiero": hay que sustituirla, explica Luce Irigaray, por "amo a ti", rechazar la influencia sobre el otro que supone la declaración clásica: "Amo a ti significa pues: no te tomo ni como objeto directo ni como objeto indirecto girando a tu alrededor. Más bien debo girar alrededor de mí para mantener el a ti gracias al retorno a mí. No con mi presa -tú convertida en mía- sino con la intención de respetar mi naturaleza, mi historia, mi intencionalidad, respetando también las tuyas".
El bikini: en 2007, unas feministas suecas exigieron poder bañarse topless en las piscinas públicas y solicitaron que se desexualizara esta parte del cuerpo femenino. ¿Por qué, en esta óptica, no proponer la colocación de sujetadores en los pectorales masculinos o, en los países musulmanes, imponer el uso de velo a los chicos para restablecer el equilibrio?
La homosexualidad: La Coalición Cristiana, agrupación de la derecha religiosa americana, financia en los periódicos una campaña publicitaria para "curar a los gays". No se conoce el porcentaje de éxitos, ni la suerte que se reserva a los reincidentes.
El PACS: según sus adversarios, desagregará el orden familiar; "El derecho, basado en el orden genealógico, da paso a una lógica hedonista heredera del nazismo".
El flechazo: "Debería recuperarse toda la concepción moderna del amor tal como se expresa vulgarmente, pero de una manera muy transparente en palabras como "flechazo" o "luna de miel" (...) meteorología de pacotilla (...) teñida de la más sórdida ironía revolucionaria"
El romanticismo: hay que dejar de "creer en la naturalidad del amor y en sus componentes románticos, en la fijeza de los papeles sexuales, en la posesión, en la exclusividad, en los celos y en la fidelidad sexual como pruebas de amor" y superar "las divisiones de los géneros y de las orientaciones sexuales para hacer emerger nuevas identidades" y "encontrar otras energías".
El matrimonio, la monogamia... la fidelidad, la procreación, los hijos, la neurosis familiar, la prostitución, la cohabitación, "las escenas, la histeria, las amenazas, las exigencias, la violencia, el odio, el resentimiento, los celos, la rabia, el furor, la vehemencia practicada en las relaciones amorosas que prodecen trágicamente de un único núcleo negativo(...), un impulso de muerte travestido bajo múltiples formas y siempre activo para ensuciar todo lo que toca".
El preservativo: "Los cristianos denuncian la mentira que se llama comúnmente amor(...) Nosotros rechazamos la reducción del amor a los melindres simiescos en papel bruñido o en la pantalla y los acoplamientos múltiples y plastificados, rechazamos los amores falsificados que nos vende nuestro tiempo. No queremos amor de plástico ni amor con plástico".
La pornografía: "Ni siquiera Hitler podía transformar el sexo en instrumento de asesinato a la manera en que lo hace la industria pornográfica", que es en efecto un "instrumento de genocidio", "Dachau introducido en el dormitorio y festejado".
Los celos, la posesión, la exclusividad sexual: en una pareja, "toda relación sexual de uno o del otro con un tercero debería considerarse como una experiencia gozosa y agradable que la pareja pueda compartir en su corazón e incluso físicamente".
¿Y si acabáramos de una vez por todas con los que quieren acabar con esto?
Pascal Bruckner, "La paradoja del amor", Recuadro al final del capítulo 9
Refs.
1. Libération, 15 de Octubre 1998.
2. Vincent Cespédes, Libération, 8 de Nov 2007.
3. Luce Irigaray, J'aime à toi, Grasset, 1992.
4. Pierre Legendre, Le Monde, 23 de Oct 2001.
5. André Breton, L'amour fou.
6. "Pour de nouveaux codes amoreaux", Serge Chaumier, Libération, 14 de Feb 2001.
7. Michel Onfray, "Théorie du corps amoreaux. Pour une érotique solaire".
8. Jacques de Guillebon y Falk van Gaver, "Le Nouvel ordre amoreaux. L'oeuvre sociale", 2008.
9. Catharine McKinnon, citada por Katie Roilphe, "The morning after".
10. Andrea Dworkin, 1981, citada por Lynn Segal en Dirty looks, women, pornography, power.
11. S. Heck y P. Heck, "Les joies de l'open mariage".
No Juzguéis, Pascal Bruckner
Éstas son algunas de las inconsecuencias del amor. ¿Por qué quisieramos que fuera de otra manera? Hablar de amor es siempre partir del desorden interno de cada uno, hurgar en el fondo cenagoso del alma lleno de bajeza y de nobleza. Pongamos en escena sin juzgarlas las locuras del corazón de los hombres.
Pascal Bruckner, "La paradoja del amor".
lunes, 6 de junio de 2011
lunes, 23 de mayo de 2011
viernes, 6 de mayo de 2011
domingo, 1 de mayo de 2011
Principio y fundamento,
que encontrar a Dios,
que enamorarse de Él
de manera absoluta
y para siempre.
Lo que amas,
lo que captura tu imaginación
lo afectará todo.
Decidirá
lo que te haga saltar
de la cama en la mañana,
lo que hagas con tus noches,
cómo pases los fines de semana
qué leas, con quién trates,
qué te destroce el corazón,
qué te asombre y llene de gozo
y agradecimiento.
Enamórate
y permanece en el amor;
eso lo decidirá todo.
martes, 26 de abril de 2011
El truco (Borges, poesía)
Cuarenta naipes han desplazado a la vida.
Pintados talismanes de cartón
nos hacen olvidar nuestros destinos
y una creación risueña
va poblando el tiempo robado
con floridas travesuras
de una mitología casera.
En los lindes de la mesa
la vida de los otros se detiene.
Adentro hay un extraño país:
las aventuras del envido y quiero,
la autoridad del as de espadas,
como don Juan Manuel, omnipotente,
y el siete de oros tintineando esperanza.
Una lentitud cimarrona
va demorando las palabras
y como las alternativas del juego
se repiten y se repiten,
los jugadores de esta noche
copian antiguas bazas:
hecho que resucita un poco, muy poco,
a las generaciones de los mayores
que legaron al tiempo de Buenos Aires
los mismo versos y las mismas diabluras.
Jorge Luis Borges
Fervor de Buenos Aires (1923)
Nietzsche. El propósito de Zarathustra
Muchas contrariedades presenta Así habló Zarathustra: una sitaxis de aficiones arcaicas y un vocabulario neológico, la máxima energía y la máxima vaguedad, la inextricable ambigüedad del sentido y la pompa de la dicción. Enseñar a los hombres la doctrina del Superhombre, enseñar a los hombres la doctrina del Eterno Retorno, son los dos propósitos capitales de ese "libro para todos y para nadie". La ejecución del primero es equívoca: ciertos pasajes (verbigracia, el que afirma que el hombre será al Superhombre lo que el mono es al hombre) parecen predecir una futura especie biológica; otros, un europeo que se abstiene del cristianismo. No menos problemático es el caso del segundo propósito. Según la doctrina del Retorno, la historia universal es interminable y periódica; renacerán en otro ciclo los hombres que ahora pueblan el orbe, repetirán los mismos actos y pronunciarán las mismas palabras; viviremos (y hemos vivido) un número infinito de veces. Nietzsche pondera la casi intolerable novedad de esa conjetura; su ponderación comporta un misterio, si consideramos que Nietzsche, autor de un libro sobre el pensamiento metafísico de los griegos, no pudo no saber que los estoicos y los pitagóricos ya habían enseñado el Retorno.
Básteme alegar a ese fin algunos testimonios ilustres. Escribe Plutarco, en el primer siglo de nuestra era: "Los estoicos absurdamente imaginan que en infinitas revoluciones de tiempo habrá infinitas lunas y soles, infinitos Apolos, infinitas Dianas e infinitos Neptunos" (De los oráculos que han cesado, y por qué, XLI). Escribe Orígenes, a principios del siglo III: "Si (como quieren los estoicos) nace otro mundo idéntico a éste, Adán y Eva comerán otra vez del fruto del árbol, y de nuevo las aguas del diluvio prevalecerán sobre la tierra, y de nuevo los hijos de Israel servirán en Egipto, y de nuevo Judas recibirá los treinta dineros, y de nuevo Saúl guardará las ropas de quienes lapidaron a Esteban, y se repetirán todas las cosas que ocurrieron en esta vida" (De las doctrinas fundamentales, 2, III). Escribe San Agustín, en el siglo V:
[Nota: Los escritores del siglo XVII -Bacon, Vanini, Browne- solían atribuir a Platón la conjetura del Eterno Retorno. En esa atribución este pasaje de la Ciudad de Dios pudo influir.
Browne dice en una de las notas del primer libro de la Religo Medici: El año platónico es un curso de siglos después del cual todas las cosas recobrarán su estado anterior, y Platón, en su escuela, de nuevo explicará esta doctrina. Véase, para el año platónico, el párrafo 39 del Timeo.] Es opinión de algunos filósofos que las cosas temporales giran de modo que Platón, insigne filósofo, enseñó a sus discípulos en Atenas en la escuela que se dijo Academia, que después de siglos innumerables, el mismo Platón, la misma ciudad, la misma escuela y los mismos discípulos volvieron a existir, y que, después de siglos innumerables, volverán a existir" (De la ciudad de Dios, 12, XIII). Escribe Hume, al promediar el siglo XVIII: "No imaginemos la materia infinita, como lo hizo Epicuro; imaginémosla finita. Un número finito de partículas no es susceptible de infinitas transposiciones; en una duración eterna, todos los órdenes y colocaciones posibles ocurrirán un número infinito de veces. Este mundo, con todos sus detalles, hasta los más minúsculos, ha sido elaborado y aniquilado, y será elaborado y aniquilado: infinitamente". (Dialogues concerning natural religion, VIII).
¿Cómo justificar ese consenso -llamémoslo así-, ya tantas veces denunciado por los comentadores de Nietzsche? Sus detractores postulan una confusión humana, harto humana, entre la inspiración y el recuerdo, cuando no entre la inspiración y la transcripción. El hebraísta Erich Bischoff lo acusa de plagiar y de no entender, el capítulo 23 de los Primeros principios de Spencer; el Dr. Otto Ernst enriquece el catálogo de «precursores» con el nombre de Julius Bahnsen; el admirable Diccionario de la filosofía de Mauthner indaga los orígenes del Retorno en el eterno cosmos de Heráclito, que es engendrado por el fuego y que cíclicamente devora el fuego. Más implacables todavía son los defensores de Nietzsche. Unos, para absolverlo de la imputación de plagiar, lo dotan de una sorprendente ignorancia; otros declaran que Eterna Reiteración es un mero adorno retórico, una suerte de adjetivo o de énfasis. Olvidan o simulan olvidar la trágica importancia que Nietzsche atribuyó a ese adorno. "Inmortal es el instante", escribió, "en que yo engendré el Eterno Regreso. Por ese instante yo soporto el Regreso". Otro de los manuscritos afirma: "Eternamente volverá a invertirse tu vida como un reloj de arena y eternamente volverá a fluir cuando regresen todas las condiciones que te dieron origen. Y entonces volverás a encontrar cada dolor y cada placer y cada amigo y enemigo y cada esperanza y cada equivocación y cada hoja de pasto y cada destello de sol, la continuidad de todas las cosas. Este círculo, en el que eres una semilla, siempre vuelve a resplandecer. Y cada círculo suele incluir una hora en que al principio en un solo hombre, y luego en muchos, y finalmente en todos, surge la idea más alta, la del regreso interminable de todas las cosas. Para la humanidad, esa hora es la hora del mediodía". Otra nota, aun más significativa, declara: "Guardémonos de enseñar esta doctrina como una súbita religión. Debe infiltrarse lentamente, deben trabajarla muchas generaciones, para que sea un gran árbol que dé sombra a toda la humanidad venidera. ¿Qué son los dos años que hasta ahora miden el cristianismo? La idea más alta exige muchos millares de años; durante largo tiempo debe ser pequeña y sin fuerza... Simple, casi árida, la idea puede prescindir de elocuencia (Beredsamkeit). Será la religión de los más libres, de los más serenos, de los más altos: una grata pradera entre el hielo dorado y el cielo puro".
Todo se explica, creo, a la luz de los párrafos anteriores. El tono inapelable, apodíctico, los infundados anatemas, los énfasis, la ambigüedad, la preocupación moral (mucho sabemos de la ética del Superhombre, nada absolutamente de su literatura o su metafísica), las repeticiones, la sintaxis arcaica, la deliberada omisión de toda referencia a otros libros, las soluciones de continuidad, la soberbia, la monotonía, las metáforas, la pompa verbal; tales anomalías de Zarathustra dejan de serlo, en cuanto recordamos el extraño género literario a que pertenece. ¿Qué diríamos de alguien que reprobara una adivinanza porque es obscura, o la tragedia de Macbeth porque mueve a terror y a piedad? Diríamos que ignora qué cosa es una adivinanza o una tragedia. Nosotros, sin embargo, solemos incurrir ante Zarathustra en un error análogo. A veces lo juzgamos como si fuera un libro dialéctico; otras, como si fuera un poema, un ejercicio desdichado o feliz de noble prosa bíblica. Olvidamos, propendemos siempre a olvidar el enorme propósito del autor: la composición de un libro sagrado. Un evangelio que se leyera con la piedad con que los evangelios se leen.
Friedrich Wilhelm Nietzsche, antiguo profesor de filología en las aulas helvéticas, se creyó el apóstol, o fundador, de la religión del Retorno; esperó que el secreto porvenir la enriquecería de prodigios, de venturas, de adversidades, de mártires, de teólogos, de heresiarcas, de entusiasmos, de dogmas, de bibliotecas. No razonó, afirmó; sabía que remotos apologistas vindicarían cada una de sus palabras. Condescendió a un libro más pobre que él; presintió que otros suplirían lo que él callaba. No se rebajó a la tarea servil de nombrar a sus precursores; tampoco los versículos del Corán enumeran las fuentes que alimentaron su lúcido caudal. No declinó la ambigüedad; prodigó voluntarias contradicciones para que el porvenir las reconciliara. Butler, en The fair haven, dice irónicamente que los evangelios contienen "la tiniebla y el fulgor de Rembrandt, o el dorado crepúsculo de los venecianos, el perder y el hallar, y la infinita libertad de la sombra"; Nietzsche buscó esa libertad para Zarathustra. Interpretado así todos sus "defectos" se justifican.
El futuro es interminable. Quienes hablan de Nietzsche sin comprenderlo, quienes confunden su ética individual con la ninguna ética del nazismo, pueden encender otra guerra, en la que perezcan todos los libros del orbe occidental, salvo el enigmático Zarathustra, que fatalmente, quién sabe en qué naciones y en qué dialectos, ascenderá a libro sagrado.
Muchas generaciones han formulado el Eterno Retorno; Nietzsche fue el primero que lo sintió como una trágica certidumbre y que forjó con él una ética de la felicidad valedera.
La Nación, Buenos Aires, 15 de octubre de 1944
Jorge Luis Borges
lunes, 25 de abril de 2011
El Evangelio según San Marcos.
El hecho sucedió en la estancia La Colorada, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en La Colorada, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.
El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años.
Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.
A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.
Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a La Colorada eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas, Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad. que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.
En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Nuñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien donde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado -la palabra, etimológicamente, era justa- por la creciente.
Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie -tal era su nombre genuino- habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.
Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.
Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.
Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre una tacita para él, que colmaban de azúcar.
El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.
El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era libre pensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:
-Sí. Para salvar a todos del infierno.
Gutre le dijo entonces:
-¿Qué es el infierno?
-Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.
-¿Y también se salvaron los que clavaron los clavos?
-Sí. -Replicó Espinosa cuya teología era incierta
Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija.
Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos.
Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
-Las aguas están bajas. Ya falta poco.
-Ya falta poco -repitió Gutre, como un eco.
Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Cuando abrieron la puerta, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: Es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.
Jorge Luis Borges (1970)