martes, 2 de julio de 2013

"Un resplandor en la mejilla" de Roberto Bolaño.

Y Utopía fue el veterinario,
el hombre feroz, la vieja en silla de ruedas cercada por sueños,
y los personajes de los sueños incompatibles se fueron masacrando
uno tras otro, hasta dejar un stock de pesadillas vacía.
Y Utopía fue un reflejo opaco en el interior de un vegetal.
Vitrinas, maniquís desnudos, ebrios tirándoles besos a las nubes.
Un laberinto de escaleras eléctricas por donde vagaban
unos niños extraviados que tenían e corazón maravilloso
hasta la náusea.


¿De todo eso que vi realmente? ¿Con qué ojos tremendos
contemplé el olor puro de aquella muchacha sencillamente
parada en la entrada de un circo? Sólo recuerdo
haber estado demasiado tiempo en un cuarto blanco leyendo novelas
policiales; casi toda mi vida mientras tú me mirabas desde
una ventana redonda, como de baño público, y
los adolescentes se reían como si acabaran de salir del desierto
con los bolsillos llenos de dinero gratis.


Dinero gratis, dinero gratis, amor gratis, un resplandor
inconcebible en la mejilla. Soñadores transformándose a sí mismos
pero incapaces de convencer a una muchacha de que la aman.
Nubes gratis y vacías, restaurantes gratis y vacíos,
automóviles fríos rumbo a las playas doradas del Pacífico,
visiones de Michelangelo para todos, ojos que se cierran
con la velocidad de la luz, y su armonía, estrépito de cisnes,
estrépito de humedad.


Comida gratis, bebida gratis, lluvias divertidas
e interminables como las novelas de Victor Hugo.
Hospitales gratis, desiertos gratis, animales gratis, deseos
de caminar sobre las manos, de ponerse una corona de espinas
eléctrica y luminosa.


Blue-jeans rayoneados de ternura, escenas de teatro
en la orilla del mar prolongadas hasta el infinito, tres años
de asco y amor, tres años de enfermedades infantiles
enmierdadas con precisión, y los duros arbolitos, pero
los duros arbolitos, mientras los duros arbolitos
como lanzas florecían.


Y gemí, y dije ya no sé qué decir, la oficina está vacía,
los submarinos explotan como fetos en las fosas del Atlántico,
alguien me acaricia el pelo y dice que ya está igual de largo
que el suyo, y yo tuerzo el cuello como un solitario cigarrillo
aplastado en la noche enorme y la miro, esperando volver a sentir
en los párpados la tibia obsidiana de los sueños, cuando en
las mañanas nos abrazábamos sin querer despertar, perdidos
en las llanuras de escamas, mientras cae nieve y el frío sonríe
desde un cenicero absolutamente limpio, y no queremos despertar,
y no sabemos qué decir: los labios partidos,
la cara blanca del invierno manchada de lipstick.


La velocidad se detiene, mira hacia todas partes, enloquece
a las fechas. Un anarquistoide muerto bajo las ramas
plateadas de un sauce. Encima de él la primavera violeta. Fuera
de ese cuadro una muchacha sueña renacimientos atroces.


Y está bien, está bien, ya púdose prender la chimenea y cerrar
puertas y ventanas. Ningún brillo va reemplazar nada.
No habrán formas de arder que completen esta nube cargada de lluvia
No habrá viento contra este resplandor acuático. Ni callejones violetas
ni suaves caderas antiguas. Ese jaleo al subir las mil escaleras
del ojo abierto: automóviles llenos de Sol estacionados
en todas las esquinas de tus venas. Una sonrisa sin
contexto, una mano crispda fuera de la foto.

"La chica que cayó en la piscina aquella noche" por Rodrigo Fresán.

    Hablábamos de todo y de nada, y seguro que por eso (porque cuando uno empieza hablando de todo y de nada siempre acaba hablando de algo) terminamos hablando y empezamos a hablar de la chica que se cayó en la piscina aquella noche.

    No éramos demasiados, pero sí éramos suficientes para sentirnos como esos personajes que -al principio de un cuento antiguo, conversando una noche de invierno alrededor del fuego de su propio pasado- acaban convenciéndose de que la trama y la textura de sus respectivas existencias tal vez, con un poco de suerte, configuren un diseño secreto que acaso ayude a comprender todas las cosas. Un dibujo escondido al que sólo podían acceder nuestros ojos como si se trataran de diferentes llaves, todas ellas imprescindibles para doblegar al mismo tiempo la cerradura de nuestro destino malgastado. Digo destino y me refiero no a lo que había sido sino a lo que pudo haber sido: a ninguno de nosotros le gustaba admitirlo, pero estaba claro que no habíamos cumplido y que ya no nos quedaba tiempo para cumplir con la impecable caligrafía de nuestras promesas. En cualquier galaxia no seríamos otra cosa que fracasados; en nuestro exclusivo planeta éramos un puñado de seres que jamás habían sentido la necesidad de triunfar.

    El curso de nuestras biografías estuvo trazado de antemano y nuestras mínimas transgresiones a ese mapa siempre fueron nada más que formas alternativas de acatamiento: drogas del tipo recreacional, alcohol, matrimonios mal avenidos, poco originales y siempre incompletas tentativas de suicidio, la adicción eléctrica a los video-games más fáciles de vencer, ver demasiadas veces la misma película de culto hasta sentirla parte de la respiración. No éramos viejos pero tampoco éramos jóvenes, y la palabra madurez (hasta hace poco sólo adjudicable a los otros o a las frutas) era consultada cada vez más veces en el diccionario de nuestros días con la angustiante incredulidad de quien no puede creer que aquello que lee lo incluya o lo defina.

    Por eso, siempre que nos era posible, buscábamos encontrarnos: nos conocíamos desde el principio de todas las cosas y eso nos ayudaba, también, a convencernos del espejismo de que seguíamos siendo los que habíamos sido, que nuestras vidas gozaban todavía de la posibilidad de un boceto permanente y no padecían ya, en cambio, los rigores de un paisaje otoñal cada vez menos fácil o más difícil de ser modificado. Teníamos frío y nuestros abrigos se preocupaban más por la tiranía del diseño que por la felicidad del calor; decíamos piscina en lugar de pileta; escribíamos felicidad demasiadas veces pero siempre con minúsculas, respondíamos turista en los formularios que nos preguntan profesión u oficio. El título de nuestra hipotética autobiografía no autorizada sería -tendría que ser, seguro- La perversión de los objetos inanimados. Un libro que contara las vidas de nuestras sombras, vidas mucho más interesantes que las vidas de los cuerpos que las proyectan.
«¿La empujaron o saltó?», preguntó cualquiera de nosotros, daba igual. La importancia residía, como siempre, en la calidad del mantra y no en la voz de quien lo invoca. Zen y el arte de la chica cayendo a la piscina. El arco y la órbita y el blanco y el sonido que hace el agua al abrirse para recibir un cuerpo compuesto de agua en sus dos terceras partes. Del agua venimos, al agua volvemos. Eso. Una y otra vez. Trascendental meditación a la hora de pretender abarcar y comprenderla desde todos los ángulos y disciplinas; porque la chica que cayó en la piscina aquella noche no hacía más que poner en evidencia nuestra caída, el ángulo triste y definitivo de nuestra inutilidad. Así, el escritor que había en nosotros -pero que nunca había sido o sería- no podía evitar emparentarla con una lánguida heroína de Fitzgerald; mientras que el pintor frustrado no vacilaría, quién sabe, en dedicarle los colores de un improbable Hockney nocturno más East Coast que West Coast, mejor Hopper, ahora que lo pienso; algo del último Gould a la hora del piano solo y el músico que nunca practica; y, tal vez, una de esas películas secretas de Warhol donde nada ocurre porque ya todo ha ocurrido. Como se verá, somos cultos y sofisticados y adictos a los nombres y a las firmas de los otros. Manía referencial, la información como variante aceptable de dinero en efectivo, y para qué ser artista cuando se puede hablar de arte y bautizar Orson a tu gato de angora o Muddy Waters a tu perra de aguas.
    Las piscinas, sin embargo, no tienen nombre pero figuran -como ineludibles accidentes de la naturaleza, como agujeros negros y turquesa en los que no podemos sino zambullimos de cabeza- en nuestros mapas y nuestros viajes. Insisto: si esto fuera un cuento -si alguno de nosotros pudiera reunir la cantidad suficiente de disciplina como para ponerlo en orden y por escrito- me gustaría y nos gustaría que aparecieran en sus páginas todas las piscinas. La fragancia transparente del cloro mezclándose con las propiedades desinfectantes de los martinis al atardecer. La historia de ese amigo de nuestros padres que una tarde se decidió a inventar un río (lo llamó, casi a los gritos, «Río Lucinda») uniendo yn adando todas las piscinas de sus vecinos; la historia de esa amiga de nuestros padres cuya boda al aire libre fue azotada por un huracán que no había sido invitado al banquete y que, en las furiosas espirales de su despecho, se bebió primero todo el agua de la piscina en forma de corazón para después llevarse volando a los cuatro flamantes suegros lejos y para siempre. Pero sería fácil a la hora de conseguir una impresión inmediata e injusto para con los pequeños azulejos y el trampolín herrumbrado de la piscina que más nos interesa a nosotros. Nada del otro mundo, nada especial: un rectángulo líquido, dos escaleras en los extremos, un puñado de lámparas submarinas, hojas muertas, la canción grave e intermitente de los sapos y alguien -no importa su nombre o su sexo- que vomita en los arbustos la felicidad ácida de poder seguir bebiendo: la noche es joven y todos son un poco inmortales, porque todos los hígados todavía están afuera del cuerpo propio, salud.

    En cualquier caso, la piscina en la que cayó la chica aquella noche es siempre la misma. Sus proporciones y su función en el relato no varían: la escena inmodificable del crimen a la que, por una vez, regresa la víctima y no el victimario; un sitio donde precipitarse para que, sí, los acontecimientos se precipiten. Aquella noche, sin embargo, se nos presenta como algo más fácil de alterar. En ocasiones llueve, en ocasiones lluvia de estrellas. Da más o menos lo mismo. Lo que cambia -lo que siempre aparece suelto y sujeto a múltiples interpretaciones- es la chica en cuestión. El elemento móvil. Algo está claro más allá de toda posible mutación sobre su persona o variación desprendiéndose del aria de su historia: la chica no es una de nosotros. Está siempre afuera de nuestra foto de grupo, o ligeramente fuera de foco, o mirando a cualquier otro lado con tal de que no sea a la cámara o al fotógrafo con la seguridad humilde de quien se sabe fotogénico. Hay veces -depende del bourbon o del hash que hayamos con sumido- en las que la chica que se cayó en la piscina aquella noche es la hija demasiado hermosa para ser cierta del mayordomo o del ama de llaves, o una sobrina del Sha de Irán, o una paciente fugitiva del asilo para lunáticos, o una estrella de cine. A veces nosotros somos los lunáticos en fuga y tal vez alguna de estas noches me toque ser el Sha de Irán, atado a una unidad de terapia intensiva, rodeado por todos los otros riendo a carcajadas; pero nunca me dejan, me dicen que me sale demasiado bien el papel de mayordomo o ama de llaves, que ésa es mi especialidad y mi forma de ser útil a la hora de reconstruir una de las tantasposibilidades de lo que ocurrió o dejó de ocurrir aquella noche en que la chica cayó en la piscina. Algo es verdad y es cierto: la chica que cayó en la piscina aquella noche -alta o baja, rubia o morena- es siempre hermosa. La chica más hermosa que jamás hemos visto o que alguna vez volveremos a ver.

    La piscina donde, aquella noche, cayó la chica limita con un campo de golf que, si se lo observa desde una altura determinada, representa las curvas verdes y fértiles de una mujer que el fundador del club amó a distancia sin nunca atreverse a confesárselo. El hecho de que esa mujer haya sido mi madre o la madre de cualquiera de nosotros no es importante. No agrega nada. Lo descubrí aquel domingo inolvidable en que me subí al helicóptero de mi padre para bombardear con cocktails molotov (delicada y precisamente ensamblados en botellas de vino demasiado caro para ser bueno) la performance de un primo o una prima con un handicap mucho mejor que el mío. Un primo o una prima que me había robado un novio o una novia, no me acuerdo, no estoy seguro. Algo ocurrió. Un problema con la hélice trasera (era un helicóptero viejo y castigado, un venerable despojo de Vietnam o de Nicaragua) o un problema con la altura vertiginosa de mi furia. Me estrellé en el centro exacto del pubis de la mujer gigante de césped y arena. Hoyo nueve. Mi padre tuvo que hacerse cargo de los costos pero nunca dejó de agradecerme el «potencial anecdótico de mi hazaña» en un sitio donde nunca pasa nada. Me quemé bastante. Desde ese día me dicen«El Fantasma de la Ópera». Muy gracioso. Todo esto para dejar bien asentado que no podemos ponernos de acuerdo si la chica que cayó a la piscina aquella noche surgió, con la gracia de un animal que alguna vez fue salvaje, por uno de los agujeros en la verja del club de golf o, por el contrario, era la invitada de honor a quien le estaba dedicada la fiesta. La primera de las posibilidades es, desde ya, la menos probable pero la más interesante. Los agujeros -los hicimos nosotros- se encuentran perfectamente camuflados por arbustos ydifícil que se los descubra desde el lado de la verja que da al club. Son puertas de entrada más que orificios de salida. Puntos de fuga más que líneas de llegada. Y no es que al otro lado de las cosas nos esperara la sorpresa o el deslumbramiento. Cada vez que nos arriesgamos a hacer algo diferente (como cuando uno de nosotros se estrelló en un helicóptero mientras tomaba clases para pilotado, o como cuando una de nosotras se inscribió en un concurso de belleza con nombre falso y se acostó con todo el jurado no para ganar sino para perder), estos gestos fueron leídos siempre como, apenas, formas más o menos exóticas de la mala educación antes que transgresiones dignas de ser consideradas. Alcance con decir que, si todos nosotros hubiéramos viajado a bordo del Titanic, es más que seguro que el transatlántico no hubiera chocado de costado con el iceberg. No; se le hubiera enfrentado -en el peor o mejor de los casos con la proa de lleno y poco y nada hubiera ocurrido. Daños menores, heridas leves y la comprobación práctica de la teoría del «navío inhundible». Noticia efímera. Nadie se acordaría de nosotros porque no hay algo más indigno de la memoria o de la inmortalidad que un sobreviviente. Mis padres -sobrevivientes azarosos del ghetto de Varsovia y ahora socios mayoritarios en una empresa alemana surgida durante la posguerra y constituida por capitales sospechosos- no dejan de recordármelo todas las mañanas a la hora del desayuno, con un silencio incómodo que parece decirlo todo: «Si la razón de nuestra supervivencia ha sido engendrarte, bueno, entonces es cierto que los designios del Señor son inescrutables», dicen. Peso casi doscientos kilos, la construcción de mis vestidos es apenas menos complicada que erigir una carpa de circo y no quiero ser poetisa sino poeta. Mi credo estético y existencial aparece con la claridad de mis versos y la contundencia de mi cuerpo en el poema-río -ganó varios premios, uno de ellos internacional- Las aguas prisioneras. Allí están todos, allí está ella. Y allí estaba yo. En el ejército y en el peor sitio donde podía encontrarse un soldado. En el centro mismo de una guerra ridícula, en unas islas ubicadas en el fin del fin del mundo, y estaba claro que yo -desde que tengo razón, dueño de toda la mala suerte de este mundo- no podía perderme la oportunidad de semejante situación, ¿verdad? Allí fui, ahí estuve. No vencí. Perdimos. Me traje conmigo la herida de un cuchillo gurkha producto de un confuso episodio donde yo me quise rendir y mi cobardía no fue aceptada. Me convertí, creo, en una especie de héroe. Me exhibieron un poco ante la prensa (no demasiado), y ya en el hospital, en la supuesta tierra firme de mi inestable país, recibí una carta larga de una amiga gorda. Una especie de poema sin rima donde se hablaba de una chica que se había caído en la piscina durante una fiesta. Atribuí esto a una especie de deficiencia hormonal o al producto de tan poderosos como inútiles medicamentos para adelgazar. Pero enseguida comenzaron a llegar las cartas de todos mis otros amigos. Y todas hablaban de lo mismo: de la chica que cayó en la piscina aquella noche. Con letra diferente y pericia variable a la hora de ponerlo por escrito. Pero la misma historia. Una y otra vez. Una chica y una piscina y una chica que cae en una piscina. Histeria colectiva o hipnosis en grupo. Le escribí a mi hermano mayor que estaba trabajando en un restaurante de Londres por motivos demasiado complejos para ser consignados aquí. No me respondió pero no me importó demasiado; estaba seguro de que no iba a responderme. Cuando me respondieron que había pasado la selección final en el concurso de Miss Canciones Tristes, me dije que tal vez lo de la chica que había caído aquella noche había sido una señal, un signo inequívoco de algo. Ciertas visiones, a veces, nos parecen portadoras de todo aquello que nos faltaba hasta entonces. Recuerdo que la vi entrar, recuerdo que yo fui la primera que la vi. De eso estoy plenamente convencida. Lo que no puedo recordar es cómo era ella. O cómo estaba vestida. O si estaba vestida. A veces, en la mitad de la noche, la veo llegar a nosotros desnuda y plateada por la luz de la luna llena; pero consultado el almanaque de ese día, me entero que había luna nueva y entonces qué y entonces cómo. Hasta entonces, recuerdo, yo había guardado mi virginidad no como un tesoro escondido sino como un estandarte orgulloso de flamear para que todos lo vieran. Entonces algo me pasó. Entonces me volví loca para los otros y cuerda para mí: supe que tenía que hacerlo y lo hice. Después le prendí fuego a mi casa con mis padres y mi perro adentro. No me arrepiento de nada y ayer -mi cumpleaños número no me acuerdo- me abrieron la cabeza para ver qué encontraban. No encontrar nada y cerrar rápido. Poco tiempo de quirófano. Ni siquiera me manché los guantes con sangre. Dejamos todo como estaba. Hay ciertas enfermedades -su manifestación física, la belleza rara de su acción devastadora- que imponen algo muy parecido a ese respeto que nos exigen los mejores cuadros de los mejores museos: prohibido tocar y sacar fotos, dejar, en cambio, que la radiación haga lo suyo. Soy un médico mediocre, jamás correría ese dulce peligro de sentirme Dios, de arrancarle alguien a los bisturíes de la Muerte. No creo en nada ni en nadie pero pienso en Dios y en la Muerte con D y M mayúsculas. Lo mismo me sucede con La Chica Que Cayó En La Piscina Aquella Noche. Mayúsculas. Si creo en algo,creo en ella y en ese momento de esplendor supremo en que la vi avanzando nada más que hacia mí (no hacia todos nosotros como a más de uno le gustaría sentir, como todos sienten) y la firma de su sonrisa fue la forma original de todas las cosas: el universo entero se desprendía de ella por el solo placer de tener una sonrisa a la que volver y la sentí paciente y terminal. Su cuerpo traslúcido como el de esos peces luminosos de las profundidades que dedican la vida entera a negar la superficie y por algo lo hacen. Por eso, a diferencia de muchos de los otros, yo no la vi desnuda sino vestida con su propia piel que cubría, como seda fina, el cuerpo hecho de tumores y la fosforescencia última de la quimioterapia desplegándose en un entramado de rayos y centellas. Ver su cuerpo era como ver una tormenta adentro de una botella. Cuánto puede quedarle de vida, pensé entonces. Poco y nada, me dije; y no la vi caer sino derrumbarse con la seguridad de que lo horizontal y todo lo que se precipitaba en él desde las alturas era el mejor de los mundos posibles. Quise caer con ella y lo hubiera hecho -el aire se infectó con la música inocurrente de las ambulancias- de no haber estado vacía la piscina. Recuerdo que la piscina estaba llena hasta los bordes y que el leve peso de la chica que cayó en ella aquella noche provocó una tempestad mínima. Primero un estallido y después, enseguida, el misterio del agua en movimiento y nosotros preguntándonos qué era lo que había ocurrido. En las fiestas, en nuestrasf iestas, existía una saludable tradición de personas arrojándose o siendo arrojadas a las piscinas, a veces desnudas, por ningún motivo en particular, por el simple placer de arrojar algo para ver lo que se siente al hacerlo. Lo más parecido a lo que experimentaría una deidad menor, seguro: la capacidad para alterar cierto orden humano, romper cierta calma mortal pero, esta vez, con el agregado de un elemento ajeno. Una espora infectada de misterio. Lachica. Quién era y de dónde y cuándo y por qué había salido. Las preguntas básicas. Despejarlas como si se tratara de incógnitas en una ecuación matemática, decía mi profesor. Yo estudiaba periodismo porque era fácil y porque se conocía gente y porque mi padre tenía contactos con varias editoriales de esas revistas pura foto y una línea de texto para explicar quiénes eran los que sonreían a la cámara con la sonrisa zombie de una buena alimentación y buenos colegios pero pésima estructura genética por demasiados casamientos entre primos. Dobles y triples apellidos y la misma nariz repitiéndose como un eco por los pasillos de distintos rostros. Me acosté, casi sin darme cuenta, con un actor joven al que me tocó entrevistar. Quedé embarazada y, por unos días, pensé que mi vida tenía sentido. La noche aquella en la que la chica cayó en la piscina, cuando la vi caer, sentí que algo se rompía definitivamente adentro mío. Sentí como si me hubieran disparado de adentro hacía afuera, un ligero terremoto en mis tripas, lo que se siente cuando un avión pierde mucha altura en poco tiempo. Aborto espontáneo y me tuvieron que hacer una limpieza del útero y me dieron un frasquito donde flotaba aquello que pudo haber sido y no fue. Me dijeron que lo llevara a analizar a un laboratorio, que convenía hacerlo para saber qué era lo que había ocurrido exactamente. Decidí que no me interesaba saber qué había ocurrido exactamente y preferí quedármelo. Lo llevo a todas partes conmigo. Lo llevo dentro de mi cartera. Lo saco de mi cartera y lo miro a trasluz haciéndolo girar despacio entre mis dedos como si se tratara de un diamante sobrealimentado. A veces sueño que cambia de forma, que está vivo, que se escapa y lo busco y no lo encuentro. Tardé bastante en ponerle un nombre. Se llama Lo. Y hay veces, como la noche aquella en que la chica cayó en la piscina, en que el cielo se niega a la comodidad de un solo tono salpicado de cometas y se incendia de colores. Y yo siento que vuelo. Que tantas noches de aprender a volar han tenido un sentido. Arriba y abajo. Alto y bajo. Volábamos muy bajo para que no nos detectaran los radares del enemigo. La noche aquella en que la chica cayó en la piscina fue la noche en que, a miles y miles de kilómetros de distancia, el cielo de Bagdad se encendió como iluminado por miles de fuegos artificiales, como en uno de esos exagerados cumpleaños de Mickey Mouse. Descendimos -nosotros los perros infieles, los adoradores de Satán- en perfecta formación hasta casi sentir el aguijón de los minaretes en el estómago de nuestros aviones caza y dejamos caer nuestras cargas. Feliz Navidad y la saludable costumbre de bombardear Oriente todos los fines de año de ser posible. Así, la inexistencia de Santa Claus determina nuestra existencia. Somos felices. Yo también era feliz. Yo lo vi desde abajo. El cielo. Pero también pensé en Mickey Mouse. Volví a pensar en Mickey Mouse después de mucho tiempo de no pensar en él. Me acordé de los tiempos en que, luego de haber visto demasiadas veces «El aprendiz de brujo» (ese extraño episodio de una extraña película llamada Fantasía) no podía hacer otra cosa que pensar en Mickey Mouse y en las celebraciones en la Main Street de Disney World. Para todos, yo me había vuelto más o menos loco. Un día desaparecí de mi casa para así poder aparecer en cualquier parte. Llegué a Disney World con la misma reverencia con que otros llegan al Vaticano o a la Meca o hunden un dedo de un pie en el Ganges para ver si el agua está muy fría. Supe que no era mi sitio, que nada tenía que hacer allí, que ésa era una tierra pagana donde la efigie de mi dios privado había sido multiplicada hasta la blasfemia por todos los motivos incorrectos. Decidí partir de allí no sin antes haber puesto varias cargas explosivas en lugares estratégicos. Una de ellas en una Tomorrowland que había envejecido demasiado rápido y cuya arquitectura parecía remitir indefectiblemente a la Tierra de la Semana Pasada o algo por el estilo. Mañana a esta misma hora -en el momento exacto en que una chica caiga en una piscina- van a estallar. Todas. Al mismo tiempo. Supongo que será un espectáculo digno de verse, pero yo ya estaré lejos. En cambio, de cerca, el cuadro me gusta más todavía aunque Chagall (menos en esta historia, vaya a saber uno por qué) siempre me pareció un despreciable pintor de posters y postales. La primera vez que lo vi fue, precisamente, enu na postal. Norteamericana. Marc Chagall. BIRTHDAY. Gil on cardboard, 31'\x 3914 ". The Museum of Modern Art, New York. Acquired through the Lilie P. BlissBequest, leí en el reverso. Me pregunté cómo se diría cumpleaños en francés. No tenía la menor idea. El francés siempre me dio un poco de miedo desde que un mâitre de un restaurante de Saint Germain me acusó de quedarme con su propina. Después me concentré en la imagen, en el cuadro convenientemente reducido para caber sin problemas en la palma de mi mano. El cuadro muestra a un hombre y a una mujer. La mujer se desplaza sobre una alfombra roja y sostiene un ramo de varias flores de colores que remiten indefectiblemente a los colores putrefactos de la ensalada de fruta de lata. El hombre flota con esa indolencia curva con que suelen flotar las personas en los cuadros de Chagall y que no puedo sino asociar con los mimos más molestos e invertebrados. El hombre está besando a la mujer. «Se parecen mucho a ustedes dos", dijeron mis amigos, los amigos que me regalaron la postal, y yo supe que tenía que conseguir ese cuadro y que ese cuadro tenía que ser mío. Una espléndida mañana de invierno -con éxito que sorprendió a los especialistas en estas cuestiones- me llevé ese cuadro del Museum of Modern Art of New York. No hubo heridos y cuando expliqué, con mi perfecto inglés de colegio británico, que lo hacía por amor y nada más que por amor, varios turistas aplaudieron con entusiasmo de turistas. Salí sin apuro y con el cuadro de Chagall bajo el brazo. Era el cumpleaños de ella, faltaba menos tiempo para el día de nuestra boda, y en alguna parte, yo estaba seguro de eso, alguna chica caía en alguna piscina. Minutos apenas para que el coche descapotable apareciera por la curva de la avenida y yo aquí arriba, en el depósito de libros, mirando el mundo por la mira telescópica de mi rifle. Mañana voy a estar en todas partes, en las primeras planas de todos los diarios. Espero una señal: el sonido inconfundible de una chica cayendo en una piscina marcará el instante perfecto para que mi dedo oprima el gatillo y su muerte anuncie mi inmortalidad mientras en otra parte, en un prisión llamada Spandau, yo, el maldito arquitecto del nuevo mundo de Hitler, planto los cimientos de mis memorias selectivas con el amor que se dedica a aquello que se sabe único e irreemplazable porque es lo único que queda, lo único que se posee. Afuera de mi calabozo, hace tanto tiempo, una manzana se desprende de una rama, el Sol deja de girar alrededor de la Tierra, el hombre desciende del mono y asciende a la relatividad y una chica cae en una piscina para que yo la vea y lo comprenda todo. Así, por los menos hoy, estoy seguro de que la historia del universo aparece puntuada por chicas cayendo en piscinas. Aquí y allá y en todas partes. El que esa chica se llame Cleopatra o Esther Williams o NN o Selene o Bones, es circunstancial y no cambia nada el hecho de que el día en que todas las chicas caigan en todas las piscinas al mismo tiempo el mundo tal como lo conocemos habrá llegado a su final. Me refiero ahora a esa piscina y a esa chica que contienen a todas las chicas y a todas las piscinas. Una chica-aleph zambulléndose en una piscina-aleph que conviertan a esa chica y a esa piscina en las coordenadas desde las que puedan verse todos los lugares de la tierra desde todos los ángulos, sin confusión alguna ni mezclarse, todo lo que ocurrió y va a ocurrir, al mismo tiempo, mientras yo sigo aquí, solo y en mi cama, tratando de que se me ocurra cómo es que voy a hacer para curarme, para que la enfermedad no avance, para que todo eso entre en un cuento que me pidieron que escriba para una antología y que ese cuento no suene a despedida sino a una bienvenida que dice adiós.

    La historia (me refiero a la historia detrás de esta historia, a la sombra de este cuento que se resiste a terminar de ser puesto por escrito) empieza así: Cruzo una calle de una ciudad que es la ciudad donde empecé a escribir este cuento pero no la ciudad donde tengo que terminarlo. Algo ocurre entonces. Algo que, por suerte, no es fácil de entender. Tal vez lo que distinga a los escritores de los que no son escritores es que a ellos no les interesa entender lo que ocurre entonces. Simplemente, se rinden ante lo que ocurre. Lo que ocurre es esto. Cruzo la calle y lo que ocurre es que algo se me ocurre: la imagen de una chica cayendo en una piscina una noche. Nada más que eso. La mirada sobre su cuerpo que cae (¿la empujaron o saltó?) y, apenas, la necesaria percepción de aquello que la rodea. Una fiesta. Hombres y mujeres vestidos con ropa elegante. Música de fondo. Entro al auto en el que ella me espera (ella maneja y me pregunta si quiero manejar yo, le recuerdo que no sé manejar pero ella insiste; así están las cosas) y le cuento lo que me pasó. Le digo que otras veces, al cruzar otras calles, se me habían ocurrido cuentos completos, cuentos en los que conocía hasta los abuelos de sus personajes. Le digo que esta vez no fue así. Le digo que esta vez se parecía más a una foto que a una trama. Le digo que tal vez haya un cuento en lo que le cuento.Entonces ella me cuenta un cuento.

    Ahora estamos no en un auto sino en una cama. Privilegios de la escenografía real aplicada a los territorios de lo ficticio. Cuanto más claro uno ve el mundo, más obligado está a simular que este mundo no existe. A veces pasa. Es de noche y está oscuro y recién ahí -yo no fumo, ella tampoco- comprendo el sentido de los cigarrillos después del amor: dos breves pupilas de fuego brillando en la oscuridad. Señales como las que se dedican esos barcos que se cruzan en el medio de ninguna parte pero con muchas ganas de naufragar juntos y para siempre. Ella se quedó dormida y ella acaba de despertarse y me cuenta lo que soñó. Una pesadilla. Nunca me doy cuenta cuando ella tiene pesadillas. Su respiración no se altera y su cuerpo no se mueve. Apenas, cuando abrelos ojos, su alivio de que haya sido una pesadilla y la necesidad impostergable de contada para que no sea cierta, para que no haya sido ni vaya a ser real. Ella dice: «Era un sueño con sombras. Tú tenías una enfermedad, una enfermedad un poco esquizofrénica, que te hacía creer que las sombras estaban vivas y que, de algún modo, interactuaban contigo; que las sombras de las personas y de las cosas se iban volviendo más y más sólidas hasta invertir posiciones, hasta que las personas y las cosas reales no eran más que la proyección inanimada de esas sombras que cobraban vida y se iban apoderando del mundo. Pero ahora me acuerdo que no te pasaba con cualquier sombra, sino sólo con la tuya. Llegaba un punto en que tu enfermedad estaba tan avanzada que lo irreal se te confundía cada vez más con lo real. Ya no podías diferenciar una cosa de otra. Era ahí cuando yo me daba cuenta de lo grave de tu situación y de que era una situación irreversible. En realidad no soy yo la que me doy cuenta: es alguien, un hombre, quien me lo dice. Me dice, también, que corro peligro a tu lado. Nos separamos porque te has convertido en una persona ... peligrosa. Pasan los años y no volvemos a vernos. Yo rehago mi vida y un día me entero que el hombre que me había contado de tu enfermedad apareció estrangulado con su propia corbata.» Ella bosteza y ella se ríe y me dice que lo de la corbata seguro tiene que ver con mi fobia a las corbatas en general y a esa corbata amarilla en particular. Una corbata que ella quiso que me pusiera.

    Una corbata de narcotraficante, había dicho yo, y ella se sigue riendo. Yo me río un poco menos. Ella dice -la voz que tiene cuando acaba de despertarse es tan parecida a la voz que tiene cuando está a punto de dormirse- que rara vez se acuerda de lo que sueña y, por eso, cuando consigue traer uno de sus sueños al mundo de los despiertos le dedica toda su atención, lo disecciona como a un pequeño animal con garras o lo desarma como a un rompecabezasde piezas nada más que blancas.

    Un relato en una cama, por más que se trate del relato de un sueño, exige la compañía de otro relato. No tengo ninguno. Una de las características de mi felicidad es que, mientras soy feliz, se me ocurren pocas cosas que no sean el análisis cuidadoso y hasta demencial de esa felicidad que estoy experimentando y no quiero dejar de experimentar. Ahora tengo que tener más cuidado que nunca, me digo, porque soy demasiado feliz. La tristeza, por lo contrario, suele ser terreno fértil. Allí crece todo y crece rápido. La tristeza presente obliga a la puesta en práctica de felicidades pasadas. La memoria lo es todo. La obra es memoria. La memoria -otra sombra- muchas veces tiene mucha más sustancia que el presente. La química del pensamiento, sistema nervioso: magia celular, neuropéptidos y azúcares y fosfatos. Ahí está el secreto que todos conocen pero que nadie puede contar y está bien que así sea. En mi vida, la felicidad tal vez sea esa sombra de luz que acaba invadiéndolo todo hasta anular ciertos claroscuros necesarios, ciertas sombras imprescindibles. En mi vida, la felicidad muchas veces ha sido una forma sofisticada del peligro. Un relámpago en cámara lenta. Ahora tengo que tener más cuidado que nunca, me digo, porque ahora soy demasiado feliz. Ahora estoy en peligro.

    Ahora, feliz, no tengo ninguna sombra para darle a ella a cambio de su sombra. Le describo lo que se me ocurrió: la imagen aislada de toda anécdota de la chica que cayó en la piscina aquella noche. Le explico que no sé nada más que eso, que eso es todo lo que sé. Epifanía. Satori. Ugh. Ella sonríe por más que no vea su sonrisa y me dice que se acaba de acordar de algo. De algo que pasó cuando ella era una niña. Me cuenta que iba a un colegio. Un colegio de monjas, precisa; y a mí el detalle se me hace importante por más que no sepa cómo va a seguir la historia. Monjas, anoto en alguna parte. Me dice que una mañana las formaron a todas junto a los bordes de una fuente. Una de esas fuentes surtidor. Agua brotando de las bocas de tritones o algo así, supongo. Una de las monjas les dijo que cerraran los ojos, que se concentraran y que intentaran imaginar adónde las llevaba el sonido del agua. Les pidió que se dejaran llevar. Le digo a ella que a mí el ejercicio me parecía más digno de un monasterio zen que de un colegio católico para señoritas. Ella dice«¿Verdad?", y sigue contándome que todas ellas estaban con los ojos cerrados hasta que escucharon el sonido inconfundible que hace el agua cuando la molestan. Abrieron los ojos y descubrieron que una de sus compañeras se había dejado llevar por todo, se había trepado a los bordes de la fuente, se había caído adentro y las miraba sin entender del todo lo que había ocurrido y les decía que algo la había obligado a hacerlo. Le pregunto a ella si piensa que fue su sombra la que la hizo caer. Ella me dice que no, que no podía ser eso porque recuerda perfectamente el rostro de su compañera y que era el rostro de una persona un poco asustada pero muy feliz. Sin sombras. No puedo verlo pero estoy seguro que, ahora, el rostro de ella es el rostro de una persona un poco asustada pero muy feliz. Me dice que, desde entonces -de vez en cuando, cuando se apresta para enfrentarse a un gran cambio y todo eso- ella siente la impostergable necesidad de buscar una piscina (una piscina ajena) y dejarse caer en ella. Me dice que se hizo tarde, que tiene que irse, que nos volvemos a ver mañana. Se levanta de la cama y va al baño y se viste con una velocidad pasmosa digna de figurar en algún libro de récords. Ella tarda mucho en llegar pero nada en irse, y podría agregar una cantidad de detalles encantadores acerca de nuestra relación que convertirían a este cuento en algo mucho más divertido o, por lo menos, organizado. No tengo ganas. No tengo tiempo. No puedo hacerla. Los felices problemas de la felicidad, ya lo dije. Por eso prefiero imaginarla de salida, subiéndose a su auto,buscando y encontrando una piscina ajena en donde dejarse caer ante la mirada asombrada de un grupo de personas que la ven surgir desde la nada y entonces sentir cómo esa mirada se convierte en la mirada del universo concentrándose en ese rectángulo de agua, en ese segundo azul donde entra todo lo que pasó, lo que pasa, lo que va a pasar. No importa. No importa tampoco que en alguna parte, podría jurarlo, se encuentren todas las sombras para discutir el plan que las llevará a dominar el mundo cualquier noche de éstas. Nuestros días están contados, de acuerdo, pero no todo está perdido mientras una chica siga cayendo en una piscina una noche. Lo importante es no encender las luces, porque en la oscuridad todas las sombras son una sombra. Lo importante, pienso, lo que nos salva, lo que nos permite seguir ganando la batalla por un tiempo más es experimentar, por lo menos una vez en la vida, el vértigo de caer hacia arriba.
    No me duele no extrañarla, pero tal vez me duele que no me duela. 
    Algunas mentiras duran un segundo tan largo como sólo un segundo puede serlo.
    Descubro que ya no puedo ni podré vivir sin ella. Comprendo que voy a tener que vivir con eso de aquí en más. "Recuerda que la vida de este mundo no es más que un deporte y un pasatiempo», leí una vez en el Corán. 
    De acuerdo. Pero afirmaciones de ese tipo no me sirven en este momento.
    Ahora, la exaltación llegó a ese sitio donde la exaltación va, la certeza de que yo y ella y la exaltación somos parte de algún único y perfecto animal al que en alguna parte está esperando alguna piscina. Pienso en eso y no pienso en si a mi vida la empujaron o saltó en la vida de ella. No pienso en si fue su vida la que saltó o a la que empujaron hacia mi vida. Tal vez, seguro, las dos vidas se empujaron mutuamente y saltaron al mismo tiempo.
    Puedo verla, puedo verme, puedo vernos. No hace falta que abra los ojos o encienda mi computadora o lo ponga por escrito.
   La feliz tregua de que, por una vez, no se me ocurra nada para contar salvo lo que está ocurriendo.
    Y lo que ocurre es que todo lo que tengo es un título.
    La chica que cayó en la piscina aquella noche.
    Espero que alcance, que sea suficiente, que no sea demasiado tarde para curarme.


¿Alguna vez se han sentido así?

¿En qué parte de la montaña te conocí?

"Hay 2 formas de amarse…el amor de aquellos que se toman de la mano y emprenden el duro ascenso de una montaña, o el amor de aquellos que se toman de la mano y se arrojan montaña abajo. 
Claro, siempre existe otra posibilidad: hacer volar la montaña por los aires y mandar todo a la reverendísima mierda."