Nadie ha podido no observar que el más ilustre de los libros de Nietzsche (no el más complejo ni el mejor, ciertamente) es una imitación formal de los textos canónicos orientales; nadie, que yo sepa, ha agotado la significación de ese rasgo. Así, Alexander Tille enumera las afinidades de Zarathustra con el Canon budista, con los evangelios, con el Diván oriental-occidental, de Goethe, con La sabiduría del brahmán de Friedrich Rückert, con las epopeyas germánicas de Félix Dahan y con determinadas páginas de F.Th. Vischer; ese catálogo es, sin duda, justificable (ya los estoicos enseñaron que todo se vincula con todo y que en las vísceras de un buey está escrita la suerte de Cartago) pero no es iluminativo. Tampoco lo son las declaraciones de Elizabeth Förster-Nietzsche, que nos confía que Así habló Zarathustra es el libro más íntimo y personal de cuantos publicó su hermano, y que encierra la historia de sus amistades, de sus ideales, de sus éxtasis, de sus pesares, de sus desengaños, de sus mayores esperanzas y de sus más lejanos designios. Tampoco el célebre pasaje en que Nietzsche define esa obra como una composición musical.
Muchas contrariedades presenta Así habló Zarathustra: una sitaxis de aficiones arcaicas y un vocabulario neológico, la máxima energía y la máxima vaguedad, la inextricable ambigüedad del sentido y la pompa de la dicción. Enseñar a los hombres la doctrina del Superhombre, enseñar a los hombres la doctrina del Eterno Retorno, son los dos propósitos capitales de ese "libro para todos y para nadie". La ejecución del primero es equívoca: ciertos pasajes (verbigracia, el que afirma que el hombre será al Superhombre lo que el mono es al hombre) parecen predecir una futura especie biológica; otros, un europeo que se abstiene del cristianismo. No menos problemático es el caso del segundo propósito. Según la doctrina del Retorno, la historia universal es interminable y periódica; renacerán en otro ciclo los hombres que ahora pueblan el orbe, repetirán los mismos actos y pronunciarán las mismas palabras; viviremos (y hemos vivido) un número infinito de veces. Nietzsche pondera la casi intolerable novedad de esa conjetura; su ponderación comporta un misterio, si consideramos que Nietzsche, autor de un libro sobre el pensamiento metafísico de los griegos, no pudo no saber que los estoicos y los pitagóricos ya habían enseñado el Retorno.
Básteme alegar a ese fin algunos testimonios ilustres. Escribe Plutarco, en el primer siglo de nuestra era: "Los estoicos absurdamente imaginan que en infinitas revoluciones de tiempo habrá infinitas lunas y soles, infinitos Apolos, infinitas Dianas e infinitos Neptunos" (De los oráculos que han cesado, y por qué, XLI). Escribe Orígenes, a principios del siglo III: "Si (como quieren los estoicos) nace otro mundo idéntico a éste, Adán y Eva comerán otra vez del fruto del árbol, y de nuevo las aguas del diluvio prevalecerán sobre la tierra, y de nuevo los hijos de Israel servirán en Egipto, y de nuevo Judas recibirá los treinta dineros, y de nuevo Saúl guardará las ropas de quienes lapidaron a Esteban, y se repetirán todas las cosas que ocurrieron en esta vida" (De las doctrinas fundamentales, 2, III). Escribe San Agustín, en el siglo V:
[Nota: Los escritores del siglo XVII -Bacon, Vanini, Browne- solían atribuir a Platón la conjetura del Eterno Retorno. En esa atribución este pasaje de la Ciudad de Dios pudo influir.
Browne dice en una de las notas del primer libro de la Religo Medici: El año platónico es un curso de siglos después del cual todas las cosas recobrarán su estado anterior, y Platón, en su escuela, de nuevo explicará esta doctrina. Véase, para el año platónico, el párrafo 39 del Timeo.] Es opinión de algunos filósofos que las cosas temporales giran de modo que Platón, insigne filósofo, enseñó a sus discípulos en Atenas en la escuela que se dijo Academia, que después de siglos innumerables, el mismo Platón, la misma ciudad, la misma escuela y los mismos discípulos volvieron a existir, y que, después de siglos innumerables, volverán a existir" (De la ciudad de Dios, 12, XIII). Escribe Hume, al promediar el siglo XVIII: "No imaginemos la materia infinita, como lo hizo Epicuro; imaginémosla finita. Un número finito de partículas no es susceptible de infinitas transposiciones; en una duración eterna, todos los órdenes y colocaciones posibles ocurrirán un número infinito de veces. Este mundo, con todos sus detalles, hasta los más minúsculos, ha sido elaborado y aniquilado, y será elaborado y aniquilado: infinitamente". (Dialogues concerning natural religion, VIII).
¿Cómo justificar ese consenso -llamémoslo así-, ya tantas veces denunciado por los comentadores de Nietzsche? Sus detractores postulan una confusión humana, harto humana, entre la inspiración y el recuerdo, cuando no entre la inspiración y la transcripción. El hebraísta Erich Bischoff lo acusa de plagiar y de no entender, el capítulo 23 de los Primeros principios de Spencer; el Dr. Otto Ernst enriquece el catálogo de «precursores» con el nombre de Julius Bahnsen; el admirable Diccionario de la filosofía de Mauthner indaga los orígenes del Retorno en el eterno cosmos de Heráclito, que es engendrado por el fuego y que cíclicamente devora el fuego. Más implacables todavía son los defensores de Nietzsche. Unos, para absolverlo de la imputación de plagiar, lo dotan de una sorprendente ignorancia; otros declaran que Eterna Reiteración es un mero adorno retórico, una suerte de adjetivo o de énfasis. Olvidan o simulan olvidar la trágica importancia que Nietzsche atribuyó a ese adorno. "Inmortal es el instante", escribió, "en que yo engendré el Eterno Regreso. Por ese instante yo soporto el Regreso". Otro de los manuscritos afirma: "Eternamente volverá a invertirse tu vida como un reloj de arena y eternamente volverá a fluir cuando regresen todas las condiciones que te dieron origen. Y entonces volverás a encontrar cada dolor y cada placer y cada amigo y enemigo y cada esperanza y cada equivocación y cada hoja de pasto y cada destello de sol, la continuidad de todas las cosas. Este círculo, en el que eres una semilla, siempre vuelve a resplandecer. Y cada círculo suele incluir una hora en que al principio en un solo hombre, y luego en muchos, y finalmente en todos, surge la idea más alta, la del regreso interminable de todas las cosas. Para la humanidad, esa hora es la hora del mediodía". Otra nota, aun más significativa, declara: "Guardémonos de enseñar esta doctrina como una súbita religión. Debe infiltrarse lentamente, deben trabajarla muchas generaciones, para que sea un gran árbol que dé sombra a toda la humanidad venidera. ¿Qué son los dos años que hasta ahora miden el cristianismo? La idea más alta exige muchos millares de años; durante largo tiempo debe ser pequeña y sin fuerza... Simple, casi árida, la idea puede prescindir de elocuencia (Beredsamkeit). Será la religión de los más libres, de los más serenos, de los más altos: una grata pradera entre el hielo dorado y el cielo puro".
Todo se explica, creo, a la luz de los párrafos anteriores. El tono inapelable, apodíctico, los infundados anatemas, los énfasis, la ambigüedad, la preocupación moral (mucho sabemos de la ética del Superhombre, nada absolutamente de su literatura o su metafísica), las repeticiones, la sintaxis arcaica, la deliberada omisión de toda referencia a otros libros, las soluciones de continuidad, la soberbia, la monotonía, las metáforas, la pompa verbal; tales anomalías de Zarathustra dejan de serlo, en cuanto recordamos el extraño género literario a que pertenece. ¿Qué diríamos de alguien que reprobara una adivinanza porque es obscura, o la tragedia de Macbeth porque mueve a terror y a piedad? Diríamos que ignora qué cosa es una adivinanza o una tragedia. Nosotros, sin embargo, solemos incurrir ante Zarathustra en un error análogo. A veces lo juzgamos como si fuera un libro dialéctico; otras, como si fuera un poema, un ejercicio desdichado o feliz de noble prosa bíblica. Olvidamos, propendemos siempre a olvidar el enorme propósito del autor: la composición de un libro sagrado. Un evangelio que se leyera con la piedad con que los evangelios se leen.
Friedrich Wilhelm Nietzsche, antiguo profesor de filología en las aulas helvéticas, se creyó el apóstol, o fundador, de la religión del Retorno; esperó que el secreto porvenir la enriquecería de prodigios, de venturas, de adversidades, de mártires, de teólogos, de heresiarcas, de entusiasmos, de dogmas, de bibliotecas. No razonó, afirmó; sabía que remotos apologistas vindicarían cada una de sus palabras. Condescendió a un libro más pobre que él; presintió que otros suplirían lo que él callaba. No se rebajó a la tarea servil de nombrar a sus precursores; tampoco los versículos del Corán enumeran las fuentes que alimentaron su lúcido caudal. No declinó la ambigüedad; prodigó voluntarias contradicciones para que el porvenir las reconciliara. Butler, en The fair haven, dice irónicamente que los evangelios contienen "la tiniebla y el fulgor de Rembrandt, o el dorado crepúsculo de los venecianos, el perder y el hallar, y la infinita libertad de la sombra"; Nietzsche buscó esa libertad para Zarathustra. Interpretado así todos sus "defectos" se justifican.
El futuro es interminable. Quienes hablan de Nietzsche sin comprenderlo, quienes confunden su ética individual con la ninguna ética del nazismo, pueden encender otra guerra, en la que perezcan todos los libros del orbe occidental, salvo el enigmático Zarathustra, que fatalmente, quién sabe en qué naciones y en qué dialectos, ascenderá a libro sagrado.
Muchas generaciones han formulado el Eterno Retorno; Nietzsche fue el primero que lo sintió como una trágica certidumbre y que forjó con él una ética de la felicidad valedera.
La Nación, Buenos Aires, 15 de octubre de 1944
Jorge Luis Borges
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