El truco
Cuarenta naipes han desplazado a la vida.
Pintados talismanes de cartón
nos hacen olvidar nuestros destinos
y una creación risueña
va poblando el tiempo robado
con floridas travesuras
de una mitología casera.
En los lindes de la mesa
la vida de los otros se detiene.
Adentro hay un extraño país:
las aventuras del envido y quiero,
la autoridad del as de espadas,
como don Juan Manuel, omnipotente,
y el siete de oros tintineando esperanza.
Una lentitud cimarrona
va demorando las palabras
y como las alternativas del juego
se repiten y se repiten,
los jugadores de esta noche
copian antiguas bazas:
hecho que resucita un poco, muy poco,
a las generaciones de los mayores
que legaron al tiempo de Buenos Aires
los mismo versos y las mismas diabluras.
Jorge Luis Borges
Fervor de Buenos Aires (1923)
martes, 26 de abril de 2011
Nietzsche. El propósito de Zarathustra
Nadie ha podido no observar que el más ilustre de los libros de Nietzsche (no el más complejo ni el mejor, ciertamente) es una imitación formal de los textos canónicos orientales; nadie, que yo sepa, ha agotado la significación de ese rasgo. Así, Alexander Tille enumera las afinidades de Zarathustra con el Canon budista, con los evangelios, con el Diván oriental-occidental, de Goethe, con La sabiduría del brahmán de Friedrich Rückert, con las epopeyas germánicas de Félix Dahan y con determinadas páginas de F.Th. Vischer; ese catálogo es, sin duda, justificable (ya los estoicos enseñaron que todo se vincula con todo y que en las vísceras de un buey está escrita la suerte de Cartago) pero no es iluminativo. Tampoco lo son las declaraciones de Elizabeth Förster-Nietzsche, que nos confía que Así habló Zarathustra es el libro más íntimo y personal de cuantos publicó su hermano, y que encierra la historia de sus amistades, de sus ideales, de sus éxtasis, de sus pesares, de sus desengaños, de sus mayores esperanzas y de sus más lejanos designios. Tampoco el célebre pasaje en que Nietzsche define esa obra como una composición musical.
Muchas contrariedades presenta Así habló Zarathustra: una sitaxis de aficiones arcaicas y un vocabulario neológico, la máxima energía y la máxima vaguedad, la inextricable ambigüedad del sentido y la pompa de la dicción. Enseñar a los hombres la doctrina del Superhombre, enseñar a los hombres la doctrina del Eterno Retorno, son los dos propósitos capitales de ese "libro para todos y para nadie". La ejecución del primero es equívoca: ciertos pasajes (verbigracia, el que afirma que el hombre será al Superhombre lo que el mono es al hombre) parecen predecir una futura especie biológica; otros, un europeo que se abstiene del cristianismo. No menos problemático es el caso del segundo propósito. Según la doctrina del Retorno, la historia universal es interminable y periódica; renacerán en otro ciclo los hombres que ahora pueblan el orbe, repetirán los mismos actos y pronunciarán las mismas palabras; viviremos (y hemos vivido) un número infinito de veces. Nietzsche pondera la casi intolerable novedad de esa conjetura; su ponderación comporta un misterio, si consideramos que Nietzsche, autor de un libro sobre el pensamiento metafísico de los griegos, no pudo no saber que los estoicos y los pitagóricos ya habían enseñado el Retorno.
Básteme alegar a ese fin algunos testimonios ilustres. Escribe Plutarco, en el primer siglo de nuestra era: "Los estoicos absurdamente imaginan que en infinitas revoluciones de tiempo habrá infinitas lunas y soles, infinitos Apolos, infinitas Dianas e infinitos Neptunos" (De los oráculos que han cesado, y por qué, XLI). Escribe Orígenes, a principios del siglo III: "Si (como quieren los estoicos) nace otro mundo idéntico a éste, Adán y Eva comerán otra vez del fruto del árbol, y de nuevo las aguas del diluvio prevalecerán sobre la tierra, y de nuevo los hijos de Israel servirán en Egipto, y de nuevo Judas recibirá los treinta dineros, y de nuevo Saúl guardará las ropas de quienes lapidaron a Esteban, y se repetirán todas las cosas que ocurrieron en esta vida" (De las doctrinas fundamentales, 2, III). Escribe San Agustín, en el siglo V:
[Nota: Los escritores del siglo XVII -Bacon, Vanini, Browne- solían atribuir a Platón la conjetura del Eterno Retorno. En esa atribución este pasaje de la Ciudad de Dios pudo influir.
Browne dice en una de las notas del primer libro de la Religo Medici: El año platónico es un curso de siglos después del cual todas las cosas recobrarán su estado anterior, y Platón, en su escuela, de nuevo explicará esta doctrina. Véase, para el año platónico, el párrafo 39 del Timeo.] Es opinión de algunos filósofos que las cosas temporales giran de modo que Platón, insigne filósofo, enseñó a sus discípulos en Atenas en la escuela que se dijo Academia, que después de siglos innumerables, el mismo Platón, la misma ciudad, la misma escuela y los mismos discípulos volvieron a existir, y que, después de siglos innumerables, volverán a existir" (De la ciudad de Dios, 12, XIII). Escribe Hume, al promediar el siglo XVIII: "No imaginemos la materia infinita, como lo hizo Epicuro; imaginémosla finita. Un número finito de partículas no es susceptible de infinitas transposiciones; en una duración eterna, todos los órdenes y colocaciones posibles ocurrirán un número infinito de veces. Este mundo, con todos sus detalles, hasta los más minúsculos, ha sido elaborado y aniquilado, y será elaborado y aniquilado: infinitamente". (Dialogues concerning natural religion, VIII).
¿Cómo justificar ese consenso -llamémoslo así-, ya tantas veces denunciado por los comentadores de Nietzsche? Sus detractores postulan una confusión humana, harto humana, entre la inspiración y el recuerdo, cuando no entre la inspiración y la transcripción. El hebraísta Erich Bischoff lo acusa de plagiar y de no entender, el capítulo 23 de los Primeros principios de Spencer; el Dr. Otto Ernst enriquece el catálogo de «precursores» con el nombre de Julius Bahnsen; el admirable Diccionario de la filosofía de Mauthner indaga los orígenes del Retorno en el eterno cosmos de Heráclito, que es engendrado por el fuego y que cíclicamente devora el fuego. Más implacables todavía son los defensores de Nietzsche. Unos, para absolverlo de la imputación de plagiar, lo dotan de una sorprendente ignorancia; otros declaran que Eterna Reiteración es un mero adorno retórico, una suerte de adjetivo o de énfasis. Olvidan o simulan olvidar la trágica importancia que Nietzsche atribuyó a ese adorno. "Inmortal es el instante", escribió, "en que yo engendré el Eterno Regreso. Por ese instante yo soporto el Regreso". Otro de los manuscritos afirma: "Eternamente volverá a invertirse tu vida como un reloj de arena y eternamente volverá a fluir cuando regresen todas las condiciones que te dieron origen. Y entonces volverás a encontrar cada dolor y cada placer y cada amigo y enemigo y cada esperanza y cada equivocación y cada hoja de pasto y cada destello de sol, la continuidad de todas las cosas. Este círculo, en el que eres una semilla, siempre vuelve a resplandecer. Y cada círculo suele incluir una hora en que al principio en un solo hombre, y luego en muchos, y finalmente en todos, surge la idea más alta, la del regreso interminable de todas las cosas. Para la humanidad, esa hora es la hora del mediodía". Otra nota, aun más significativa, declara: "Guardémonos de enseñar esta doctrina como una súbita religión. Debe infiltrarse lentamente, deben trabajarla muchas generaciones, para que sea un gran árbol que dé sombra a toda la humanidad venidera. ¿Qué son los dos años que hasta ahora miden el cristianismo? La idea más alta exige muchos millares de años; durante largo tiempo debe ser pequeña y sin fuerza... Simple, casi árida, la idea puede prescindir de elocuencia (Beredsamkeit). Será la religión de los más libres, de los más serenos, de los más altos: una grata pradera entre el hielo dorado y el cielo puro".
Todo se explica, creo, a la luz de los párrafos anteriores. El tono inapelable, apodíctico, los infundados anatemas, los énfasis, la ambigüedad, la preocupación moral (mucho sabemos de la ética del Superhombre, nada absolutamente de su literatura o su metafísica), las repeticiones, la sintaxis arcaica, la deliberada omisión de toda referencia a otros libros, las soluciones de continuidad, la soberbia, la monotonía, las metáforas, la pompa verbal; tales anomalías de Zarathustra dejan de serlo, en cuanto recordamos el extraño género literario a que pertenece. ¿Qué diríamos de alguien que reprobara una adivinanza porque es obscura, o la tragedia de Macbeth porque mueve a terror y a piedad? Diríamos que ignora qué cosa es una adivinanza o una tragedia. Nosotros, sin embargo, solemos incurrir ante Zarathustra en un error análogo. A veces lo juzgamos como si fuera un libro dialéctico; otras, como si fuera un poema, un ejercicio desdichado o feliz de noble prosa bíblica. Olvidamos, propendemos siempre a olvidar el enorme propósito del autor: la composición de un libro sagrado. Un evangelio que se leyera con la piedad con que los evangelios se leen.
Friedrich Wilhelm Nietzsche, antiguo profesor de filología en las aulas helvéticas, se creyó el apóstol, o fundador, de la religión del Retorno; esperó que el secreto porvenir la enriquecería de prodigios, de venturas, de adversidades, de mártires, de teólogos, de heresiarcas, de entusiasmos, de dogmas, de bibliotecas. No razonó, afirmó; sabía que remotos apologistas vindicarían cada una de sus palabras. Condescendió a un libro más pobre que él; presintió que otros suplirían lo que él callaba. No se rebajó a la tarea servil de nombrar a sus precursores; tampoco los versículos del Corán enumeran las fuentes que alimentaron su lúcido caudal. No declinó la ambigüedad; prodigó voluntarias contradicciones para que el porvenir las reconciliara. Butler, en The fair haven, dice irónicamente que los evangelios contienen "la tiniebla y el fulgor de Rembrandt, o el dorado crepúsculo de los venecianos, el perder y el hallar, y la infinita libertad de la sombra"; Nietzsche buscó esa libertad para Zarathustra. Interpretado así todos sus "defectos" se justifican.
El futuro es interminable. Quienes hablan de Nietzsche sin comprenderlo, quienes confunden su ética individual con la ninguna ética del nazismo, pueden encender otra guerra, en la que perezcan todos los libros del orbe occidental, salvo el enigmático Zarathustra, que fatalmente, quién sabe en qué naciones y en qué dialectos, ascenderá a libro sagrado.
Muchas generaciones han formulado el Eterno Retorno; Nietzsche fue el primero que lo sintió como una trágica certidumbre y que forjó con él una ética de la felicidad valedera.
La Nación, Buenos Aires, 15 de octubre de 1944
Jorge Luis Borges
Muchas contrariedades presenta Así habló Zarathustra: una sitaxis de aficiones arcaicas y un vocabulario neológico, la máxima energía y la máxima vaguedad, la inextricable ambigüedad del sentido y la pompa de la dicción. Enseñar a los hombres la doctrina del Superhombre, enseñar a los hombres la doctrina del Eterno Retorno, son los dos propósitos capitales de ese "libro para todos y para nadie". La ejecución del primero es equívoca: ciertos pasajes (verbigracia, el que afirma que el hombre será al Superhombre lo que el mono es al hombre) parecen predecir una futura especie biológica; otros, un europeo que se abstiene del cristianismo. No menos problemático es el caso del segundo propósito. Según la doctrina del Retorno, la historia universal es interminable y periódica; renacerán en otro ciclo los hombres que ahora pueblan el orbe, repetirán los mismos actos y pronunciarán las mismas palabras; viviremos (y hemos vivido) un número infinito de veces. Nietzsche pondera la casi intolerable novedad de esa conjetura; su ponderación comporta un misterio, si consideramos que Nietzsche, autor de un libro sobre el pensamiento metafísico de los griegos, no pudo no saber que los estoicos y los pitagóricos ya habían enseñado el Retorno.
Básteme alegar a ese fin algunos testimonios ilustres. Escribe Plutarco, en el primer siglo de nuestra era: "Los estoicos absurdamente imaginan que en infinitas revoluciones de tiempo habrá infinitas lunas y soles, infinitos Apolos, infinitas Dianas e infinitos Neptunos" (De los oráculos que han cesado, y por qué, XLI). Escribe Orígenes, a principios del siglo III: "Si (como quieren los estoicos) nace otro mundo idéntico a éste, Adán y Eva comerán otra vez del fruto del árbol, y de nuevo las aguas del diluvio prevalecerán sobre la tierra, y de nuevo los hijos de Israel servirán en Egipto, y de nuevo Judas recibirá los treinta dineros, y de nuevo Saúl guardará las ropas de quienes lapidaron a Esteban, y se repetirán todas las cosas que ocurrieron en esta vida" (De las doctrinas fundamentales, 2, III). Escribe San Agustín, en el siglo V:
[Nota: Los escritores del siglo XVII -Bacon, Vanini, Browne- solían atribuir a Platón la conjetura del Eterno Retorno. En esa atribución este pasaje de la Ciudad de Dios pudo influir.
Browne dice en una de las notas del primer libro de la Religo Medici: El año platónico es un curso de siglos después del cual todas las cosas recobrarán su estado anterior, y Platón, en su escuela, de nuevo explicará esta doctrina. Véase, para el año platónico, el párrafo 39 del Timeo.] Es opinión de algunos filósofos que las cosas temporales giran de modo que Platón, insigne filósofo, enseñó a sus discípulos en Atenas en la escuela que se dijo Academia, que después de siglos innumerables, el mismo Platón, la misma ciudad, la misma escuela y los mismos discípulos volvieron a existir, y que, después de siglos innumerables, volverán a existir" (De la ciudad de Dios, 12, XIII). Escribe Hume, al promediar el siglo XVIII: "No imaginemos la materia infinita, como lo hizo Epicuro; imaginémosla finita. Un número finito de partículas no es susceptible de infinitas transposiciones; en una duración eterna, todos los órdenes y colocaciones posibles ocurrirán un número infinito de veces. Este mundo, con todos sus detalles, hasta los más minúsculos, ha sido elaborado y aniquilado, y será elaborado y aniquilado: infinitamente". (Dialogues concerning natural religion, VIII).
¿Cómo justificar ese consenso -llamémoslo así-, ya tantas veces denunciado por los comentadores de Nietzsche? Sus detractores postulan una confusión humana, harto humana, entre la inspiración y el recuerdo, cuando no entre la inspiración y la transcripción. El hebraísta Erich Bischoff lo acusa de plagiar y de no entender, el capítulo 23 de los Primeros principios de Spencer; el Dr. Otto Ernst enriquece el catálogo de «precursores» con el nombre de Julius Bahnsen; el admirable Diccionario de la filosofía de Mauthner indaga los orígenes del Retorno en el eterno cosmos de Heráclito, que es engendrado por el fuego y que cíclicamente devora el fuego. Más implacables todavía son los defensores de Nietzsche. Unos, para absolverlo de la imputación de plagiar, lo dotan de una sorprendente ignorancia; otros declaran que Eterna Reiteración es un mero adorno retórico, una suerte de adjetivo o de énfasis. Olvidan o simulan olvidar la trágica importancia que Nietzsche atribuyó a ese adorno. "Inmortal es el instante", escribió, "en que yo engendré el Eterno Regreso. Por ese instante yo soporto el Regreso". Otro de los manuscritos afirma: "Eternamente volverá a invertirse tu vida como un reloj de arena y eternamente volverá a fluir cuando regresen todas las condiciones que te dieron origen. Y entonces volverás a encontrar cada dolor y cada placer y cada amigo y enemigo y cada esperanza y cada equivocación y cada hoja de pasto y cada destello de sol, la continuidad de todas las cosas. Este círculo, en el que eres una semilla, siempre vuelve a resplandecer. Y cada círculo suele incluir una hora en que al principio en un solo hombre, y luego en muchos, y finalmente en todos, surge la idea más alta, la del regreso interminable de todas las cosas. Para la humanidad, esa hora es la hora del mediodía". Otra nota, aun más significativa, declara: "Guardémonos de enseñar esta doctrina como una súbita religión. Debe infiltrarse lentamente, deben trabajarla muchas generaciones, para que sea un gran árbol que dé sombra a toda la humanidad venidera. ¿Qué son los dos años que hasta ahora miden el cristianismo? La idea más alta exige muchos millares de años; durante largo tiempo debe ser pequeña y sin fuerza... Simple, casi árida, la idea puede prescindir de elocuencia (Beredsamkeit). Será la religión de los más libres, de los más serenos, de los más altos: una grata pradera entre el hielo dorado y el cielo puro".
Todo se explica, creo, a la luz de los párrafos anteriores. El tono inapelable, apodíctico, los infundados anatemas, los énfasis, la ambigüedad, la preocupación moral (mucho sabemos de la ética del Superhombre, nada absolutamente de su literatura o su metafísica), las repeticiones, la sintaxis arcaica, la deliberada omisión de toda referencia a otros libros, las soluciones de continuidad, la soberbia, la monotonía, las metáforas, la pompa verbal; tales anomalías de Zarathustra dejan de serlo, en cuanto recordamos el extraño género literario a que pertenece. ¿Qué diríamos de alguien que reprobara una adivinanza porque es obscura, o la tragedia de Macbeth porque mueve a terror y a piedad? Diríamos que ignora qué cosa es una adivinanza o una tragedia. Nosotros, sin embargo, solemos incurrir ante Zarathustra en un error análogo. A veces lo juzgamos como si fuera un libro dialéctico; otras, como si fuera un poema, un ejercicio desdichado o feliz de noble prosa bíblica. Olvidamos, propendemos siempre a olvidar el enorme propósito del autor: la composición de un libro sagrado. Un evangelio que se leyera con la piedad con que los evangelios se leen.
Friedrich Wilhelm Nietzsche, antiguo profesor de filología en las aulas helvéticas, se creyó el apóstol, o fundador, de la religión del Retorno; esperó que el secreto porvenir la enriquecería de prodigios, de venturas, de adversidades, de mártires, de teólogos, de heresiarcas, de entusiasmos, de dogmas, de bibliotecas. No razonó, afirmó; sabía que remotos apologistas vindicarían cada una de sus palabras. Condescendió a un libro más pobre que él; presintió que otros suplirían lo que él callaba. No se rebajó a la tarea servil de nombrar a sus precursores; tampoco los versículos del Corán enumeran las fuentes que alimentaron su lúcido caudal. No declinó la ambigüedad; prodigó voluntarias contradicciones para que el porvenir las reconciliara. Butler, en The fair haven, dice irónicamente que los evangelios contienen "la tiniebla y el fulgor de Rembrandt, o el dorado crepúsculo de los venecianos, el perder y el hallar, y la infinita libertad de la sombra"; Nietzsche buscó esa libertad para Zarathustra. Interpretado así todos sus "defectos" se justifican.
El futuro es interminable. Quienes hablan de Nietzsche sin comprenderlo, quienes confunden su ética individual con la ninguna ética del nazismo, pueden encender otra guerra, en la que perezcan todos los libros del orbe occidental, salvo el enigmático Zarathustra, que fatalmente, quién sabe en qué naciones y en qué dialectos, ascenderá a libro sagrado.
Muchas generaciones han formulado el Eterno Retorno; Nietzsche fue el primero que lo sintió como una trágica certidumbre y que forjó con él una ética de la felicidad valedera.
La Nación, Buenos Aires, 15 de octubre de 1944
Jorge Luis Borges
lunes, 25 de abril de 2011
El Evangelio según San Marcos.
El evangelio según San Marcos
El hecho sucedió en la estancia La Colorada, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en La Colorada, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.
El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años.
Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.
A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.
Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a La Colorada eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas, Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad. que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.
En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Nuñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien donde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado -la palabra, etimológicamente, era justa- por la creciente.
Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie -tal era su nombre genuino- habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.
Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.
Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.
Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre una tacita para él, que colmaban de azúcar.
El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.
El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era libre pensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:
-Sí. Para salvar a todos del infierno.
Gutre le dijo entonces:
-¿Qué es el infierno?
-Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.
-¿Y también se salvaron los que clavaron los clavos?
-Sí. -Replicó Espinosa cuya teología era incierta
Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija.
Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos.
Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
-Las aguas están bajas. Ya falta poco.
-Ya falta poco -repitió Gutre, como un eco.
Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Cuando abrieron la puerta, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: Es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.
Jorge Luis Borges (1970)
El hecho sucedió en la estancia La Colorada, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en La Colorada, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.
El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años.
Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.
A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.
Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a La Colorada eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas, Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad. que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.
En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Nuñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien donde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado -la palabra, etimológicamente, era justa- por la creciente.
Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie -tal era su nombre genuino- habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.
Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.
Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.
Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre una tacita para él, que colmaban de azúcar.
El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.
El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era libre pensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:
-Sí. Para salvar a todos del infierno.
Gutre le dijo entonces:
-¿Qué es el infierno?
-Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.
-¿Y también se salvaron los que clavaron los clavos?
-Sí. -Replicó Espinosa cuya teología era incierta
Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija.
Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos.
Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
-Las aguas están bajas. Ya falta poco.
-Ya falta poco -repitió Gutre, como un eco.
Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Cuando abrieron la puerta, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: Es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.
Jorge Luis Borges (1970)
domingo, 10 de abril de 2011
La divertidísima excomunión de Miguel Hidalgo
Decreto de excomunión en contra del mal sacerdote y aun peor militar, supuesto padre de la patria, Miguel Hidalgo.
"Por autoridad del Dios Omnipotente, El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo y de los santos cánones, y de las virtudes celestiales, ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones, papas, querubines y serafines: de todos los santos inocentes, quienes a la vista del santo cordero se encuentran dignos de cantar la nueva canción, y de los santos mártires y santos confesores, y de las santas vírgenes, y de los santos, juntamente con todos los santos y electos de Dios:
Sea condenado Miguel Hidalgo y Costilla, excura del pueblo de Dolores.
Lo excomulgamos y anatemizamos, y de los umbrales de la iglesia del todo poderoso Dios, lo secuestramos para que pueda ser atormentado eternamente por indecibles sufrimientos, justamente con Dathán y Habirán y todos aquellos que le dicen al señor Dios: ¡Vete de nosotros, porque no queremos ningúno de tus caminos! Y así como el fuego es extinguido por el agua, que se aparte de él la luz por siempre jamáz. Que el Hijo, quien sufrió por nosotros, lo maldiga. Que el Espíritu Santo, que nos fue dado a nosotros en el bautismo, lo maldiga. Que la Santa Cruz a la cual Cristo, por nuestra salvación, ascendió victorioso sobre sus enemigos, lo maldiga. Que la santa y eterna madre de Dios, lo maldiga. Que San Miguel, el abogado de los santos, lo maldiga. Que todos los ángeles, los principados y arcángeles, los principados y las potestades y todos los ejércitos celestiales, lo maldigam. Que sea San Juan el precursor, San Pablo y San Juan Evangelista, y San Andrés y todos los demás apóstoles de Cristo juntos, lo maldigan.
Y que el resto de sus discípulos y los cuatro evangelistas, quienes por su predicación convirtieron al mundo universal, y la santa y admirable compañía de mártires y confesores, quienes por su santa obra se encuentran aceptables al Dios omnipotente, lo maldigan. Que el Cristo de la santa Vírgen lo condene. Que todos los santos, desde el principio del mundo y todas las edades, que se encuentran ser amados de Dios, lo condenen. Y que el cielo y la tierra y todo lo que hay en ellos, lo condenen.
Sea condenado Miguel Hidalgo y Costilla, en dondequiera que esté, en la casa o en el campo, en el camino o en las veredas, en los bosques o en el agua, y aún en la iglesia. Que sea maldito en la vida o en la muerte, en el comer o en el beber; en el ayuno o en la sed, en el dormir, en la vigilia y andando, estando de pie o sentado; estando acostado o andando, mingiendo o cantando, y en toda sangría. Que sea maldito en su pelo, que sea maldito en su cerebro, que sea maldito en la corona de su cabeza y en sus sienes; en su frente y en sus oídos, en sus cejas y en sus mejillas, en sus quijadas y en sus narices, en sus dientes anteriores y en sus molares, en sus labios y en su garganta, en sus hombros y en sus muñecas, en sus brazos, en sus manos y en sus dedos.
Que sea condenado en su boca, en su pecho y en su corazón y en todas las vísceras de su cuerpo. Que sea condenado en sus venas y en sus muslos, en sus caderas, en sus rodillas, en sus piernas, pies y en las uñas de sus pies. Que sea maldito en todas las junturas y articulaciones de su cuerpo, desde arriba de su cabeza hasta la planta de su pie; que no haya nada bueno en él. Que el hijo del Dios viviente, con toda la gloria de su majestad, lo maldiga. Y que el cielo, con todos los poderes que en él se mueven, se levanten contra él.
Que lo maldigan y condenen. ¡Amén! Así sea. ¡Amén!
"Por autoridad del Dios Omnipotente, El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo y de los santos cánones, y de las virtudes celestiales, ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones, papas, querubines y serafines: de todos los santos inocentes, quienes a la vista del santo cordero se encuentran dignos de cantar la nueva canción, y de los santos mártires y santos confesores, y de las santas vírgenes, y de los santos, juntamente con todos los santos y electos de Dios:
Sea condenado Miguel Hidalgo y Costilla, excura del pueblo de Dolores.
Lo excomulgamos y anatemizamos, y de los umbrales de la iglesia del todo poderoso Dios, lo secuestramos para que pueda ser atormentado eternamente por indecibles sufrimientos, justamente con Dathán y Habirán y todos aquellos que le dicen al señor Dios: ¡Vete de nosotros, porque no queremos ningúno de tus caminos! Y así como el fuego es extinguido por el agua, que se aparte de él la luz por siempre jamáz. Que el Hijo, quien sufrió por nosotros, lo maldiga. Que el Espíritu Santo, que nos fue dado a nosotros en el bautismo, lo maldiga. Que la Santa Cruz a la cual Cristo, por nuestra salvación, ascendió victorioso sobre sus enemigos, lo maldiga. Que la santa y eterna madre de Dios, lo maldiga. Que San Miguel, el abogado de los santos, lo maldiga. Que todos los ángeles, los principados y arcángeles, los principados y las potestades y todos los ejércitos celestiales, lo maldigam. Que sea San Juan el precursor, San Pablo y San Juan Evangelista, y San Andrés y todos los demás apóstoles de Cristo juntos, lo maldigan.
Y que el resto de sus discípulos y los cuatro evangelistas, quienes por su predicación convirtieron al mundo universal, y la santa y admirable compañía de mártires y confesores, quienes por su santa obra se encuentran aceptables al Dios omnipotente, lo maldigan. Que el Cristo de la santa Vírgen lo condene. Que todos los santos, desde el principio del mundo y todas las edades, que se encuentran ser amados de Dios, lo condenen. Y que el cielo y la tierra y todo lo que hay en ellos, lo condenen.
Sea condenado Miguel Hidalgo y Costilla, en dondequiera que esté, en la casa o en el campo, en el camino o en las veredas, en los bosques o en el agua, y aún en la iglesia. Que sea maldito en la vida o en la muerte, en el comer o en el beber; en el ayuno o en la sed, en el dormir, en la vigilia y andando, estando de pie o sentado; estando acostado o andando, mingiendo o cantando, y en toda sangría. Que sea maldito en su pelo, que sea maldito en su cerebro, que sea maldito en la corona de su cabeza y en sus sienes; en su frente y en sus oídos, en sus cejas y en sus mejillas, en sus quijadas y en sus narices, en sus dientes anteriores y en sus molares, en sus labios y en su garganta, en sus hombros y en sus muñecas, en sus brazos, en sus manos y en sus dedos.
Que sea condenado en su boca, en su pecho y en su corazón y en todas las vísceras de su cuerpo. Que sea condenado en sus venas y en sus muslos, en sus caderas, en sus rodillas, en sus piernas, pies y en las uñas de sus pies. Que sea maldito en todas las junturas y articulaciones de su cuerpo, desde arriba de su cabeza hasta la planta de su pie; que no haya nada bueno en él. Que el hijo del Dios viviente, con toda la gloria de su majestad, lo maldiga. Y que el cielo, con todos los poderes que en él se mueven, se levanten contra él.
Que lo maldigan y condenen. ¡Amén! Así sea. ¡Amén!
martes, 5 de abril de 2011
Borges y yo.
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo xviii, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Seria exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páinas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mi podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
Jorge Luis Borges.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
Jorge Luis Borges.
Diálogo sobre un diálogo.
A. —Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.
Z (burlón). —Pero sospecho que al final no se resolvieron.
A (ya en plena mística). —Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.
Jorge Luis Borges.
Z (burlón). —Pero sospecho que al final no se resolvieron.
A (ya en plena mística). —Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.
Jorge Luis Borges.
domingo, 3 de abril de 2011
"Estamos hasta la madre" Carta abierta del poeta Javier Sicilia a políticos y criminales
El brutal asesinato de mi hijo Juan Francisco, de Julio César Romero Jaime, de Luis Antonio Romero Jaime y de Gabriel Anejo Escalera se suma a los de tantos otros muchachos y muchachas que han sido igualmente asesinados a lo largo y ancho del país a causa no sólo de la guerra desatada por el gobierno de Calderón contra el crimen organizado, sino del pudrimiento del corazón que se ha apoderado de la mal llamada “clase política” y de la “clase criminal”, que ha roto sus códigos de honor.
No quiero, en esta carta, hablarles de las virtudes de mi hijo, que eran inmensas, ni de las de los otros muchachos que vi florecer a su lado, estudiando, jugando, amando, creciendo para servir, como tantos otros muchachos, a este país que ustedes han desgarrado.
Hablar de ello no serviría más que para conmover lo que ya de por sí conmueve el corazón de la ciudadanía hasta la indignación. No quiero tampoco hablar del dolor de mi familia y de la familia de cada uno de los muchachos destruidos. Para ese dolor no hay palabras –sólo la poesía puede acercarse un poco a él, y ustedes no saben de poesía–. Lo que hoy quiero decirles desde esas vidas mutiladas, desde ese dolor que carece de nombre porque es fruto de lo que no pertenece a la naturaleza –la muerte de un hijo es siempre antinatural y por ello carece de nombre: entonces no se es huérfano ni viudo, se es simple y dolorosamente nada–, desde esas vidas mutiladas, desde ese sufrimiento, desde la indignación que esas muertes han provocado, es simplemente que estamos hasta la madre.
Estamos hasta la madre de ustedes, políticos –y cuando digo políticos no me refiero a ninguno en particular, sino a una buena parte de ustedes, incluyendo a quienes componen los partidos–, porque en sus luchas por el poder han desgarrado el tejido de la nación, porque en medio de esta guerra mal planteada, mal hecha, mal dirigida, de esta guerra que ha puesto al país en estado de emergencia, han sido incapaces –a causa de sus mezquindades, de sus pugnas, de su miserable grilla, de su lucha por el poder– de crear los consensos que la nación necesita para encontrar la unidad sin la cual este país no tendrá salida; estamos hasta la madre, porque la corrupción de las instituciones judiciales genera la complicidad con el crimen y la impunidad para cometerlo; porque, en medio de esa corrupción que muestra el fracaso del Estado, cada ciudadano de este país ha sido reducido a lo que el filósofo Giorgio Agamben llamó, con palabra griega, zoe: la vida no protegida, la vida de un animal, de un ser que puede ser violentado, secuestrado, vejado y asesinado impunemente; estamos hasta la madre porque sólo tienen imaginación para la violencia, para las armas, para el insulto y, con ello, un profundo desprecio por la educación, la cultura y las oportunidades de trabajo honrado y bueno, que es lo que hace a las buenas naciones; estamos hasta la madre porque esa corta imaginación está permitiendo que nuestros muchachos, nuestros hijos, no sólo sean asesinados sino, después, criminalizados, vueltos falsamente culpables para satisfacer el ánimo de esa imaginación; estamos hasta la madre porque otra parte de nuestros muchachos, a causa de la ausencia de un buen plan de gobierno, no tienen oportunidades para educarse, para encontrar un trabajo digno y, arrojados a las periferias, son posibles reclutas para el crimen organizado y la violencia; estamos hasta la madre porque a causa de todo ello la ciudadanía ha perdido confianza en sus gobernantes, en sus policías, en su Ejército, y tiene miedo y dolor; estamos hasta la madre porque lo único que les importa, además de un poder impotente que sólo sirve para administrar la desgracia, el dinero, el fomento de la competencia, de su pinche “competitividad” y del consumo desmesurado, que son otros nombres de la violencia.
De ustedes, criminales, estamos hasta la madre, de su violencia, de su pérdida de honorabilidad, de su crueldad, de su sinsentido.
Antiguamente ustedes tenían códigos de honor. No eran tan crueles en sus ajustes de cuentas y no tocaban ni a los ciudadanos ni a sus familias. Ahora ya no distinguen. Su violencia ya no puede ser nombrada porque ni siquiera, como el dolor y el sufrimiento que provocan, tiene un nombre y un sentido. Han perdido incluso la dignidad para matar. Se han vuelto cobardes como los miserables Sonderkommandos nazis que asesinaban sin ningún sentido de lo humano a niños, muchachos, muchachas, mujeres, hombres y ancianos, es decir, inocentes. Estamos hasta la madre porque su violencia se ha vuelto infrahumana, no animal –los animales no hacen lo que ustedes hacen–, sino subhumana, demoniaca, imbécil. Estamos hasta la madre porque en su afán de poder y de enriquecimiento humillan a nuestros hijos y los destrozan y producen miedo y espanto.
Ustedes, “señores” políticos, y ustedes, “señores” criminales –lo entrecomillo porque ese epíteto se otorga sólo a la gente honorable–, están con sus omisiones, sus pleitos y sus actos envileciendo a la nación. La muerte de mi hijo Juan Francisco ha levantado la solidaridad y el grito de indignación –que mi familia y yo agradecemos desde el fondo de nuestros corazones– de la ciudadanía y de los medios. Esa indignación vuelve de nuevo a poner ante nuestros oídos esa acertadísima frase que Martí dirigió a los gobernantes: “Si no pueden, renuncien”. Al volverla a poner ante nuestros oídos –después de los miles de cadáveres anónimos y no anónimos que llevamos a nuestras espaldas, es decir, de tantos inocentes asesinados y envilecidos–, esa frase debe ir acompañada de grandes movilizaciones ciudadanas que los obliguen, en estos momentos de emergencia nacional, a unirse para crear una agenda que unifique a la nación y cree un estado de gobernabilidad real. Las redes ciudadanas de Morelos están convocando a una marcha nacional el miércoles 6 de abril que saldrá a las 5 de la tarde del monumento de la Paloma de la Paz para llegar hasta el Palacio de Gobierno, exigiendo justicia y paz. Si los ciudadanos no nos unimos a ella y la reproducimos constantemente en todas las ciudades, en todos los municipios o delegaciones del país, si no somos capaces de eso para obligarlos a ustedes, “señores” políticos, a gobernar con justicia y dignidad, y a ustedes, “señores” criminales, a retornar a sus códigos de honor y a limitar su salvajismo, la espiral de violencia que han generando nos llevará a un camino de horror sin retorno. Si ustedes, “señores” políticos, no gobiernan bien y no toman en serio que vivimos un estado de emergencia nacional que requiere su unidad, y ustedes, “señores” criminales, no limitan sus acciones, terminarán por triunfar y tener el poder, pero gobernarán o reinarán sobre un montón de osarios y de seres amedrentados y destruidos en su alma. Un sueño que ninguno de nosotros les envidia.
No hay vida, escribía Albert Camus, sin persuasión y sin paz, y la historia del México de hoy sólo conoce la intimidación, el sufrimiento, la desconfianza y el temor de que un día otro hijo o hija de alguna otra familia sea envilecido y masacrado, sólo conoce que lo que ustedes nos piden es que la muerte, como ya está sucediendo hoy, se convierta en un asunto de estadística y de administración al que todos debemos acostumbrarnos.
Porque no queremos eso, el próximo miércoles saldremos a la calle; porque no queremos un muchacho más, un hijo nuestro, asesinado, las redes ciudadanas de Morelos están convocando a una unidad nacional ciudadana que debemos mantener viva para romper el miedo y el aislamiento que la incapacidad de ustedes, “señores” políticos, y la crueldad de ustedes, “señores” criminales, nos quieren meter en el cuerpo y en el alma.
No quiero, en esta carta, hablarles de las virtudes de mi hijo, que eran inmensas, ni de las de los otros muchachos que vi florecer a su lado, estudiando, jugando, amando, creciendo para servir, como tantos otros muchachos, a este país que ustedes han desgarrado.
Hablar de ello no serviría más que para conmover lo que ya de por sí conmueve el corazón de la ciudadanía hasta la indignación. No quiero tampoco hablar del dolor de mi familia y de la familia de cada uno de los muchachos destruidos. Para ese dolor no hay palabras –sólo la poesía puede acercarse un poco a él, y ustedes no saben de poesía–. Lo que hoy quiero decirles desde esas vidas mutiladas, desde ese dolor que carece de nombre porque es fruto de lo que no pertenece a la naturaleza –la muerte de un hijo es siempre antinatural y por ello carece de nombre: entonces no se es huérfano ni viudo, se es simple y dolorosamente nada–, desde esas vidas mutiladas, desde ese sufrimiento, desde la indignación que esas muertes han provocado, es simplemente que estamos hasta la madre.
Estamos hasta la madre de ustedes, políticos –y cuando digo políticos no me refiero a ninguno en particular, sino a una buena parte de ustedes, incluyendo a quienes componen los partidos–, porque en sus luchas por el poder han desgarrado el tejido de la nación, porque en medio de esta guerra mal planteada, mal hecha, mal dirigida, de esta guerra que ha puesto al país en estado de emergencia, han sido incapaces –a causa de sus mezquindades, de sus pugnas, de su miserable grilla, de su lucha por el poder– de crear los consensos que la nación necesita para encontrar la unidad sin la cual este país no tendrá salida; estamos hasta la madre, porque la corrupción de las instituciones judiciales genera la complicidad con el crimen y la impunidad para cometerlo; porque, en medio de esa corrupción que muestra el fracaso del Estado, cada ciudadano de este país ha sido reducido a lo que el filósofo Giorgio Agamben llamó, con palabra griega, zoe: la vida no protegida, la vida de un animal, de un ser que puede ser violentado, secuestrado, vejado y asesinado impunemente; estamos hasta la madre porque sólo tienen imaginación para la violencia, para las armas, para el insulto y, con ello, un profundo desprecio por la educación, la cultura y las oportunidades de trabajo honrado y bueno, que es lo que hace a las buenas naciones; estamos hasta la madre porque esa corta imaginación está permitiendo que nuestros muchachos, nuestros hijos, no sólo sean asesinados sino, después, criminalizados, vueltos falsamente culpables para satisfacer el ánimo de esa imaginación; estamos hasta la madre porque otra parte de nuestros muchachos, a causa de la ausencia de un buen plan de gobierno, no tienen oportunidades para educarse, para encontrar un trabajo digno y, arrojados a las periferias, son posibles reclutas para el crimen organizado y la violencia; estamos hasta la madre porque a causa de todo ello la ciudadanía ha perdido confianza en sus gobernantes, en sus policías, en su Ejército, y tiene miedo y dolor; estamos hasta la madre porque lo único que les importa, además de un poder impotente que sólo sirve para administrar la desgracia, el dinero, el fomento de la competencia, de su pinche “competitividad” y del consumo desmesurado, que son otros nombres de la violencia.
De ustedes, criminales, estamos hasta la madre, de su violencia, de su pérdida de honorabilidad, de su crueldad, de su sinsentido.
Antiguamente ustedes tenían códigos de honor. No eran tan crueles en sus ajustes de cuentas y no tocaban ni a los ciudadanos ni a sus familias. Ahora ya no distinguen. Su violencia ya no puede ser nombrada porque ni siquiera, como el dolor y el sufrimiento que provocan, tiene un nombre y un sentido. Han perdido incluso la dignidad para matar. Se han vuelto cobardes como los miserables Sonderkommandos nazis que asesinaban sin ningún sentido de lo humano a niños, muchachos, muchachas, mujeres, hombres y ancianos, es decir, inocentes. Estamos hasta la madre porque su violencia se ha vuelto infrahumana, no animal –los animales no hacen lo que ustedes hacen–, sino subhumana, demoniaca, imbécil. Estamos hasta la madre porque en su afán de poder y de enriquecimiento humillan a nuestros hijos y los destrozan y producen miedo y espanto.
Ustedes, “señores” políticos, y ustedes, “señores” criminales –lo entrecomillo porque ese epíteto se otorga sólo a la gente honorable–, están con sus omisiones, sus pleitos y sus actos envileciendo a la nación. La muerte de mi hijo Juan Francisco ha levantado la solidaridad y el grito de indignación –que mi familia y yo agradecemos desde el fondo de nuestros corazones– de la ciudadanía y de los medios. Esa indignación vuelve de nuevo a poner ante nuestros oídos esa acertadísima frase que Martí dirigió a los gobernantes: “Si no pueden, renuncien”. Al volverla a poner ante nuestros oídos –después de los miles de cadáveres anónimos y no anónimos que llevamos a nuestras espaldas, es decir, de tantos inocentes asesinados y envilecidos–, esa frase debe ir acompañada de grandes movilizaciones ciudadanas que los obliguen, en estos momentos de emergencia nacional, a unirse para crear una agenda que unifique a la nación y cree un estado de gobernabilidad real. Las redes ciudadanas de Morelos están convocando a una marcha nacional el miércoles 6 de abril que saldrá a las 5 de la tarde del monumento de la Paloma de la Paz para llegar hasta el Palacio de Gobierno, exigiendo justicia y paz. Si los ciudadanos no nos unimos a ella y la reproducimos constantemente en todas las ciudades, en todos los municipios o delegaciones del país, si no somos capaces de eso para obligarlos a ustedes, “señores” políticos, a gobernar con justicia y dignidad, y a ustedes, “señores” criminales, a retornar a sus códigos de honor y a limitar su salvajismo, la espiral de violencia que han generando nos llevará a un camino de horror sin retorno. Si ustedes, “señores” políticos, no gobiernan bien y no toman en serio que vivimos un estado de emergencia nacional que requiere su unidad, y ustedes, “señores” criminales, no limitan sus acciones, terminarán por triunfar y tener el poder, pero gobernarán o reinarán sobre un montón de osarios y de seres amedrentados y destruidos en su alma. Un sueño que ninguno de nosotros les envidia.
No hay vida, escribía Albert Camus, sin persuasión y sin paz, y la historia del México de hoy sólo conoce la intimidación, el sufrimiento, la desconfianza y el temor de que un día otro hijo o hija de alguna otra familia sea envilecido y masacrado, sólo conoce que lo que ustedes nos piden es que la muerte, como ya está sucediendo hoy, se convierta en un asunto de estadística y de administración al que todos debemos acostumbrarnos.
Porque no queremos eso, el próximo miércoles saldremos a la calle; porque no queremos un muchacho más, un hijo nuestro, asesinado, las redes ciudadanas de Morelos están convocando a una unidad nacional ciudadana que debemos mantener viva para romper el miedo y el aislamiento que la incapacidad de ustedes, “señores” políticos, y la crueldad de ustedes, “señores” criminales, nos quieren meter en el cuerpo y en el alma.
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