En cuanto a sus ojos, estos eran realmente reveladores. A pesar de que los tenía medio ciegos, de ningún modo era su mirada vacilante e involuntariamente escrutadora, como sucede en la mayoría de los miopes. Más bien, parecían guardianes que cuidaban sus propios tesoros, centinelas que protegen el acceso a un misterio impenetrable. Su vista enferma cubría sus rasgos con un encanto mágico, ya que en vez de reflejar sensaciones fugaces, provocadas por el torbellino de los sucesos exteriores, solamente dejaban traslucir las emociones que nacían de su propio pensamiento. Tenía la mirada volcada hacia adentro, pero al mismo tiempo -sobrepasando los objetos familiares- parecía vagar por el infinito o, más precisamente, sus ojos contemplaban su vida interior como si observaran el infinito. Porque su actividad íntegra era una exploración del alma humana en busca de nuevos horizontes, en busca de esas "posibilidades aun no agotadas" que no se cansaba nunca de crear y de transformar en el fondo de su pensamiento. Cuando se animaba -como le ocurria con frecuencia en nuestras conversaciones- se veía encenderse una luz conmovedora en el trasfondo de sus pupilas, que inmediatamente se apagaba. Pero cuando estaba triste y amargado, su soledad se manifestaba por un humor sombrio, casi amenazador, que parecía trepar de lo más hondo de su ser -de ese abismo interior en el seno del cual estaba sempre solo, y desde el cuañ con nadie podía compartrir su soledad- de este abismo que en ocasiones le hacía estremecerse de horror, y al fondo del cual su genio acabó por zozobrar sin posibilidades de salvación.
Lou Andreas Salomé, "Nietzsche"
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